Cuando se cumple un siglo de la Revolución Rusa, el cuerpo embalsamado de Vladímir Ilich Uliánov, Lenin, sigue siendo una de las grandes atracciones de la Plaza Roja de Moscú. Sin embargo, a la momia le falta el cerebro, que se encuentra en un centro de investigación que tiene su origen en el intento de ensalzar, precisamente, la figura del líder bolchevique.
Hoy en día los bancos de cerebros son instalaciones científicas bastante habituales, esenciales para estudiar enfermedades como el alzhéimer gracias a las donaciones de particulares, pero entre sus precedentes históricos está este Instituto de Investigación Cerebral, puesto en marcha con el firme propósito de demostrar que Lenin había tenido una mente privilegiada.
Para esta misión los soviéticos ficharon al científico alemán Oskar Vogt. José Ramón Alonso lo cuenta en su libro La nariz de Charles Darwin y otras historias de la neurociencia: "...hay quien piensa que dijo a los rusos lo que querían oír: que el cerebro de Lenin era distinto, que tenía algo de peculiar".
El caso es que este neurólogo llevaba mucho tiempo tratando de averiguar cuál era "la fuente de la genialidad" en la colección de cerebros que le donaban en el Instituto Emperador Guillermo de Investigación Cerebral y Biología General, centro que dirigía en Berlín desde 1914. Cuando Lenin murió en 1924 y se convirtió en una especie de deidad, Stalin decidió que sería muy conveniente demostrar científicamente que el líder revolucionario había tenido cualidades superiores, así que llamó a Vogt.
Al parecer, el alemán se mostró reticente, pero su propio gobierno le animó, interesado en llevarse bien con la Unión Soviética. Tras un tira y afloja sobre la conveniencia de realizar el estudio en Moscú, donde Vogt alegaba que no tenía medios adecuados, los dirigentes soviéticos decidieron crear el Instituto de Investigación Cerebral.
El neurólogo y su equipo se fueron para allá y diseccionaron el cerebro de Lenin en 31.000 pedazos. Tanto material dio trabajo para varios años hasta que finalmente en 1930 presentaron sus conclusiones. ¿Se imaginan ustedes qué decepción si el cerebro de Lenin hubiera sido normal? Es más, ¿qué hubiera pasado si hubiesen encontrado algo negativo? De hecho, existen indicios de que los médicos que le habían practicado la autopsia en su momento descubrieron una sífilis encefálica que se callaron.
Unas neuronas diferentes
No, algo así no podía pasar y no pasó: Vogt afirmó que ciertas neuronas de la corteza cerebral eran más numerosas y de mayor tamaño de lo normal. En su opinión, estas neuronas estaban implicadas en circuitos de asociación y esto se habría traducido en una mente muy ágil, capaz de relacionar ideas con gran rapidez. Para dejarlo claro llamó a Lenin "atleta del pensamiento asociativo".
Ante el éxito, el alemán decidió presentar a los rusos un proyecto más ambicioso, comparar el cerebro de Lenin con el de 13 personas de la élite intelectual y política y otras 39 de distintos grupos étnicos de la URSS. Sin embargo, en su país no estaba el horno para bollos. La llegada de Hitler al poder le obligó a interrumpir esta colaboración. Para los nazis, no había nada que estudiar, porque “Lenin tenía queso suizo en la cabeza”. Vogt empezó a ser acosado, porque su instituto de Berlín era “un castillo comunista infiltrado de judíos”, así que huyó a la pequeña ciudad de Neustadt, donde pudo seguir investigando.
Operación de rescate
De hecho, al finalizar la II Guerra Mundial algunas partes del cerebro de Lenin seguían en Alemania y los soviéticos temieron que pudieran caer en manos americanas, así que montaron una operación para rescatarlas. "Debe ser la única misión militar que se haya hecho nunca para conseguir unas preparaciones neurohistológicas y unos trocitos de cerebro", afirma José Ramón Alonso en su libro.
No obstante, los soviéticos siguieron a lo suyo y hoy en día, además del cerebro de Lenin, conservan el de Stalin, Iván Pávlov, Konstantin Stanislavski y Andréi Sájarov, entre otros muchos. Es lo que se conoce como Panteón de los Cerebros, a medio camino entre laboratorio, museo y cementerio bolchevique.
La idea original había sido del neurofisiólogo Vladímir Béjterev, pero acabó fusionada con el instituto de Vogt porque su autor no vivió mucho para desarrollarla por sí mismo. En 1927 fue llamado al Kremlin para que examinase a Stalin y Béjterev le diagnosticó "paranoia grave". Dos días después él mismo falleció por una infección intestinal. Cosas de ser sincero con las mentes privilegiadas.