El cateterismo cardiaco ha salvado muchas vidas. Desde la ingle o desde un brazo se introduce una sonda delgada y flexible, un catéter, que llega hasta el corazón a través de los vasos sanguíneos y sirve para diagnosticar posibles problemas e incluso llevar a cabo algunos tratamientos.
No es algo nuevo, lleva varias décadas convertido en un procedimiento médico común gracias a la osadía –y la falta de ética, por qué no decirlo- del alemán Werner Forssmann en 1929. Aunque los veterinarios ya accedían al corazón de los animales a través de procedimientos parecidos, nadie se había atrevido a hacer algo similar en un ser humano.
¿Por qué no probar, al menos, en pacientes terminales? Esa era la idea que le rondaba en la cabeza a este joven médico, pero él no era nadie en el pequeño hospital donde trabajaba, en Eberswalde, cerca de Berlín. Su jefe, el cirujano Richard Schneider, no estaba dispuesto a experimentar, a pesar de que Forssmann llegó a ofrecerse como voluntario.
Sin embargo, aunque había recibido la prohibición expresa y tajante de realizar cualquier tipo de ensayo, no iba a darse por vencido. La clave estaba en acceder al material quirúrgico esterilizado. ¿Y quién tenía la llave? La jefa de enfermeras Gerda Ditzen. "Empecé a rondar a Gerda como un gato goloso alrededor del tarro de nata", llegó a confesar, según la historia que cuenta Michael Brooks en el libro Radicales Libres. Su estrategia funcionó, se ganó la confianza de la enfermera y le contó su proyecto. Al final hicieron un pacto: la enfermera no solo le daría la llave sino que se prestaba voluntaria para someterse al primer cateterismo humano de la historia.
Lo que pasó a partir de ahí parece sacado del guion de una película. Imaginemos la escena. La pareja se queda sola una tarde en el quirófano, Gerda Ditzen se tumba en la mesa de operaciones y Forssmann le ata los brazos y las piernas para llevar a cabo el procedimiento. Incluso le aplica yodo para esterilizar el punto exacto en el que habían acordado hacer la incisión. Pero después se va dejándola allí inmóvil.
En realidad, lo único que había pretendido desde el principio era acceder al equipo necesario, pero no iba a poner en peligro la vida de la enfermera. Él mismo se hizo un pequeño corte en una vena del brazo y se introdujo el delgado tubo de goma por la vena, pero solo llegó hasta el hombro. Necesitaba ayuda para seguir, así que regresó con la enfermera.
El enfado de Ditzen tuvo que ser de campeonato al ver que la había engañado, pero llegado a ese punto y con medio catéter por introducirse en el cuerpo, el médico la convenció para bajar hasta el departamento de rayos X y seguir allí con el procedimiento. Forssmann pudo seguir empujando el tubo hasta el corazón mientras ella sostenía un espejo para que viese lo que hacía.
La radiografía prueba del éxito
No tardó en aparecer el técnico de los rayos acompañado por otro médico, que se horrorizó ante lo que vio y trató de extraerle el catéter del cuerpo, pero el joven se resistió dándole patadas mientras gritaba sus argumentos: el daño ya estaba hecho, había introducido un tubo hasta su corazón, así que lo mejor que podían hacer era una radiografía para dejar testimonio de la hazaña.
El avance médico se publicó junto con esa imagen y, de acuerdo con esta versión de los hechos, acompañado de una sarta de mentiras para darle una apariencia más respetable, como que había realizado ensayos previos en cadáveres y que otro colega había iniciado la operación pero se sintió indispuesto y no la pudo finalizar.
La prensa de la época también se hizo eco del asunto en tono sensacionalista y se montó tal escándalo que acabó por ser despedido y abandonó la cardiología por la urología. En la II Guerra Mundial combatió en el frente de Rusia y, al parecer, le ofrecieron realizar experimentos con prisioneros, pero esta posibilidad. Al final, él mismo caería en manos de los aliados.
El reconocimiento
Mientras tanto, el francés André Cournand y el estadounidense Dickinson Woodruff Richards, que trabajaban en la Universidad de Columbia, leyeron la historia de su cateterismo y comenzaron a desarrollar la técnica para diagnosticar diversas enfermedades cardiacas.
Aunque la aportación de Forssmann permaneció oculta durante mucho tiempo, finalmente en 1956 la recompensa les llegó a los tres, tanto al pionero como a sus colegas, al recibir el Premio Nobel de Medicina en Estocolmo. Una historia de esas que nos llegan al corazón.