El concepto de inteligencia siempre ha traído de cabeza a la ciencia. No es fácil dilucidar qué es ni cómo medirla y tampoco sabemos hasta qué punto es innata o se puede desarrollar en función del ambiente que nos rodea.
Sin embargo, hubo una época en la que este último debate parecía decantarse: los experimentos de un psicólogo inglés demostraban que la inteligencia es hereditaria. Era Cyril Burt, nacido en Londres en 1883.
Desde niño acompañaba al trabajo a su padre, que era médico, y entre sus pacientes estaba Francis Galton, un polifacético primo de Charles Darwin. Este personaje, obsesionado por aplicar la estadística al estudio del ser humano, estaba especialmente interesado en la herencia de la inteligencia y en las diferencias entre individuos y fue uno de los primeros defensores de la eugenesia. Probablemente, todo eso influyó mucho en el joven Cyril, que mantuvo una especial relación con él.
Con el paso de los años se centró en la psicología y acabó estudiando en la Universidad de Oxford, donde realizó investigaciones sobre el desarrollo de test que midieran la condición humana. Su carrera derivó hacia el terreno de la educación y giraba en torno a una idea fundamental que tendría una enorme influencia en el sistema británico de enseñanza: la inteligencia tiene un origen genético.
Decenas de gemelos
En la década de los 40, cuando ya gozaba de un gran prestigio como catedrático de la University College de Londres y presidente de la Sociedad Psicológica Británica, comenzó a publicar una serie de estudios que parecían ratificar todo su pensamiento. Decía haber analizado decenas de casos de gemelos separados al nacer que habían crecido en escuelas y ambientes muy diferentes y, aún así, presentaban el mismo rendimiento cuando les pasaba sus pruebas de coeficiente intelectual.
Cyril Burt falleció en 1971 a la edad de 88 años con el título de Sir y su prestigio intacto, pero tras su muerte todo iba a saltar por los aires. El psicólogo de la Universidad de Princeton (Estatos Unidos) Leon Kamin observó datos extraños en las investigaciones y el periodista científico Olivier Gillie decidió buscar a las parejas de hermanos pero no aparecían. Su propio biógrafo Leslie Hearnshaw explicó que la información que aportaba en los estudios no era fiable y denunció otras irregularidades. Y para colmo, se descubrió que dos colaboradoras que citaba en los trabajos, Margaret Howard y Jane Conway, nunca existieron.
Las secuelas en el sistema educativo
Se había consumado uno de los engaños más grandes de la historia de la ciencia y nadie lo había denunciado en 30 años, pero no se trataba de un simple fraude intelectual, sino que tuvo terribles consecuencias prácticas.
El sistema británico de enseñanza estableció un test elaborado por Burt para niños de 11 años que estuvo vigente hasta los años 70. Quienes lo superaban podían acceder a estudios secundarios que les llevarían a la universidad, pero los demás se tendrían que dedicar a otro tipo de tareas, puesto que no merecía la pena invertir tiempo y dinero en personas con un bajo coeficiente intelectual.
A lo largo de tres décadas, miles de jóvenes vieron marcadas sus vidas por las ideas pseudocientíficas y preconcebidas de un farsante. Otros estudios posteriores con parejas de gemelos criados en ambientes distintos han dado resultados muy diferentes.