Este artículo consta de 4.781 palabras. Se recomienda leer a sorbitos, no del tirón. Pero, si de una u otra forma lo concluye, tendrá más herramientas para evitar contagiarse [y contagiar] de la Covid-19. Ahí es nada.

Se publica cuando las infecciones vuelven a aumentar en España, anticipando la tercera ola que esperábamos para enero y mientras muchas personas anhelan la vacuna que acabe con esta distopia.

Pero no es inevitable que vayamos de ola en ola hasta que el suficiente número de personas estén vacunadas en el segundo semestre de 2021. En buena medida, muchos países ya lo han conseguido, demostrando que la pandemia se puede atajar aunque no tengamos vacuna ni tratamiento. Entre ellos, Nueva Zelanda y Australia, muchos del continente africano y los del este asiático.

En Oceanía aprovecharon la llegada tardía del coronavirus a su territorio mientras veían en marzo las barbas de Italia y España quemar para remojar las suyas potenciando la detección y aislamiento de los casos y el rastreo de contactos, así como para cerrar sus fronteras, algo que han tenido más fácil que cualquier otro país.

África, por su parte, está lidiando mucho mejor que Europa por motivos que incluyen factores demográficos y su amplia experiencia en el manejo de graves epidemias con medidas de salud pública.

Pero quizás y pese a las diferencias culturales, los que nos sirvan mejor de modelo sean países de Asia Oriental como China, Japón, Taiwán, Vietnam, o Corea del Sur, que contaban con la experiencia previa de otras pandemias por coronavirus ­—el SARS en 2003 y el MERS en 2012— y apostaron por usar mascarillas desde el principio y por un sólido sistema de detección, aislamiento y rastreo.

Nuestro problema no es, por tanto, que sea imposible controlar al virus hasta que estemos vacunados. Es que tenemos unas particularidades culturales que han jugado a la contra y que todavía no hemos entendido cosas que en muchos de esos lugares comprendieron desde el principio. Acomódese en su sillón y vayamos por partes.

1.- Nos contagiamos por compartir el aire en espacios cerrados.

Un año después del inicio conocido de la pandemia seguimos contagiándonos porque todavía no entendemos cómo seguimos contagiándonos. Aunque lo desconocíamos en febrero (al menos en Occidente), el Sars-CoV-2 o nuevo coronavirus se contagia por el aire mediante partículas microscópicas que expulsamos al respirar, hablar o toser y se quedan flotando en el ambiente, siendo esta con toda probabilidad su principal vía de transmisión. De lejos.

Así lo considera, entre otros, un reciente informe del Ministerio de Ciencia e Innovación. Que esas partículas, denominadas aerosoles, son una vía relevante de contagio está reconocido incluso por la Organización Mundial de la Salud (OMS), que sea la principal sigue a debate, pero todas las pistas indican que esta es la clave de la propagación —incluso a menos de dos metros de distancia— como una gran luminosa y parpadeante flecha roja apuntando al tesoro. A este contagio por el aire se le llama en los círculos selectos transmisión aérea. Airborne transmission, si es usted angloparlante. Quédese con el término.

En síntesis, nos contagiamos por respirar el mismo aire que quien está infectado. Y, a grandes rasgos, solo respiramos un aire común en interiores cerrados, porque en exteriores el aire que exhalamos se dispersa con facilidad. El peligro está, por tanto, en el aire del bar, el de la residencia de ancianos o el de su salón, si esos espacios no están ventilados. Y, al contrario, el problema no está en los parques, las calles, las playas, ni las terrazas de los bares, lugares en los que no habría que tomar restricción alguna, salvo indicar algunas recomendaciones. Como se lo cuento. Si no se lo cree, recuerde que en EE.UU. no hubo brotes relacionados con las manifestaciones antirracistas masivas del Black Lives Matter, pero sí después de celebraciones familiares como el Memorial Day, el 4 de julio o el reciente Día de Acción de Gracias, lo que tendría que hacernos repensar si queremos "salvar la Navidad" o salvar vidas.

Seamos claros, salvo que alguien nos tosa en la cara, que compartamos litronas de cerveza o que permanezcamos mucho tiempo apretujados, es más fácil que nos atropelle un coche o que nos toque el Gordo que infectarnos en una playa abarrotada, en un botellón en un descampado, en el parque alborotado de niños o en la atestada calle Preciados de Madrid en época navideña. Cualquiera de esos contextos tiene menos riesgo que una sola cena de seis familiares en un espacio cerrado en el que alguien esté infectado. Esto nos lo tendríamos que tatuar en el brazo derecho para releerlo con frecuencia.

2.- En interiores, dos metros de distancia interpersonal son insuficientes.

Pongamos que usted va ufano con sus colegas al interior de un restaurante que mantiene las puertas cerradas para que nadie coja frío y en el que las mesas están separadas más de dos metros. "Qué bien, podemos estar tranquilos y sin rebequita". Craso error. Porque la implicación práctica fundamental de esa transmisión aérea es que en interiores en los que no circula el aire dos metros de distancia interpersonal son muy insuficientes para evitar contagios. Antes de desarrollar esta idea fundamental, tatuémonosla en el brazo izquierdo.

Los reiterados metro y medio o dos metros para mantener entre personas se establecieron pensando que, como sigue considerando la OMS, la vía clave de contagio son los escupitajos que emitimos al hablar o toser (las gotículas, en jerga técnica) y que, a modo de proyectiles de un cañón, podrían alcanzar nuestra boca, nariz u ojos a esa distancia como máximo. Pero la posibilidad de contagiarnos por esa vía está sobreestimada y se basa en estudios científicos obsoletos. Si el contagio de esta forma fuera relevante, no habría una discrepancia tan llamativa entre la cantidad de brotes detectados en interiores o en exteriores y bastaría, en efecto, con mantenernos más lejos.

Pero no lo es y, de hecho, se han descrito cientos de brotes en interiores en los que las personas se han contagiado a mucha más distancia de quien estaba infectado. Es el caso de los eventos de supercontagio, en los que, desde una persona infectada y muchas veces sin síntomas, el virus se contagia en pocas horas a docenas o centenares de individuos. Casi solo ocurren en espacios cerrados no ventilados llenos de gente y perpetúan la pandemia. Están descritos en clases de gimnasia, ensayos de coros, discotecas, prisiones, industrias cárnicas… y en la Casa Blanca.

A diferencia de esos escupitajos, que caen rápido al suelo, los citados aerosoles cargados de virus flotan en el aire como el humo de un cigarrillo, el Chanel n.º 5 con el que queremos embriagar o el ambientador con el que pretendemos ocultar otro aerosol pestilente procedente del inodoro. Al igual que olemos esas fragancias desde la otra punta de la habitación, también a más que dos metros de distancia nos tragamos el aire lleno de virus que emita alguien infectado. La diferencia es que no vemos los aerosoles con virus como vemos el humo —salvo que los grabemos con cámara infrarroja—, ni los olemos como el perfume, pero flotan en el aire de forma parecida. El coronavirus, como el amor, está en el aire.

3.- No nos contagiamos por compartir los objetos ni tocar las superficies.

"No tenemos un solo caso documentado de transmisión de la Covid-19 desde superficies. Ni uno". Así de contundentes son tres profesores de las universidades estadounidenses de Harvard, Drexel y Virginia Tech en The Washington Post. El Centro Europeo para la Prevención y Control de Enfermedades (ECDC) tampoco tiene constancia de caso alguno.

¿Y por qué tanta insistencia en que limpiemos toda superficie u objeto compartido? Porque algunos estudios de laboratorio al principio de la pandemia también sobreestimaron el riesgo de contagio por esta vía, pero nuestro año pandémico nos ha demostrado que eso es casi imposible para este virus. Es decir, que, aunque yo no compartiría copa y saliva con mi prima, no nos vamos a contagiar por pasarnos la ensaladera en Nochevieja. Pero sí nos podemos contagiar si la celebramos en un salón no ventilado —ojo a su brazo derecho—.

De forma elocuente, el periodista Derek Thompson denomina este obsesivo paripé limpiador como "el teatro de la higiene". Además de desperdiciar ingentes cantidades de dinero y esfuerzo en limpiar superficies compartidas que podríamos emplear en sistemas de ventilación o purificadores para limpiar el aire compartido —que es lo que en realidad nos contagia—, nos exponemos a tóxicos ambientales, como la lejía o el ozono, que se utilizan en esprays desinfectantes al tiempo que podemos tener una falsa sensación de seguridad.

Mantengamos el lavado frecuente de manos como precaución, es más sencillo, barato y del todo eficaz si esta vía de contagio tuviera alguna trascendencia. Pero sacarle brillo a todo lo que tocamos solo tiene sentido en lugares donde se concentran los enfermos, como los hospitales.

4.- Una buena ventilación, principal medida para no contagiarnos.

Ventilar es la medida que hace que un interior se parezca lo más posible a un exterior. Podemos mejorar la ventilación de los interiores disminuyendo la proporción de aire que los sistemas de climatización hacen recircular, de forma que se intercambie más aire con el exterior, utilizando filtros purificadores de alta eficacia —los hay portátiles—, desinfectando con luz ultravioleta o combinando esas medidas. También habría que invertir en adecuar los sistemas de ventilación, como ha hecho Alemania, que se ha gastado 500 milloncejos en mejorar los de sus edificios públicos.

Pero hay métodos de ventilación natural que podemos aplicar en casi cualquier entorno. Si un espacio cerrado, como un bar, un comercio, un colegio o una residencia de ancianos no tiene un sistema de ventilación adecuado, debe mantener sus puertas o ventanas abiertas de continuo. La rebequita es opcional, pero a estas alturas es de locos que, con la epidemia desbocada en la comunidad, podamos encontrarnos infinidad de restaurantes con las puertas cerradas y mesas llenas, aunque estas estén separadas más de dos metros —recuerde su brazo izquierdo—. También hay que ventilar bien los domicilios en los que alguien se haya infectado.

Para que circule el aire, debemos tener dos aberturas (puertas o ventanas) en lados opuestos de una habitación o espacio. No hace falta que estén abiertas de par en par y barra un huracán nuestro salón, basta con que se abran lo suficiente para que haya corriente, lo que puede comprobar si se mueven las cortinas o, de forma más precisa, con un medidor portátil de CO2, el gas que exhalamos al respirar.

Si su estancia solo tiene una abertura, como una puerta a la calle, podemos mejorar la ventilación colocando en ella un ventilador dirigido hacia el exterior y añadiendo a distinta altura hacia dentro un circulador de aire, que es un ventilador especial que agita el aire en muchas direcciones. Les recomiendo este didáctico vídeo de una televisión japonesa para entender cómo funciona esta sencilla estrategia. Los asiáticos.

5.- Las mascarillas, fundamentales en interiores y prescindibles en [casi todos los] exteriores.

El uso de mascarillas es con mucha probabilidad tras la ventilación la medida más importante para evitar contagiarnos y que contagiemos. Pero resulta absurdo y paradójico que tengamos que pasear con ellas por la calle, donde casi nadie se contagia, mientras nos la podemos quitar en el interior de un restaurante, uno de los lugares donde más transmisión se produce. Además, la obligación de llevarla dentro y fuera transmite que el riesgo de contagio es similar.

Flexibilizar su uso en exteriores permitiría, de forma literal, tomarnos un respiro y ser más rigurosos donde hay que serlo. Aunque ni toda la pedagogía del mundo valiese para tomar esta medida cuando los casos están de nuevo al alza, habría que plantear esta posibilidad cuando la tercera ola se haya diluido. Se trataría de ser más estrictos con su uso en interiores y exigirla en exteriores solo en caso de aglomeraciones como manifestaciones o eventos deportivos y conciertos.

Por otro lado, no debemos pensar en la mascarilla como un parapeto contra los proyectiles que conforman los citados escupitajos o gotículas. El énfasis dado a esa forma de contagio nos ha hecho creer que su ajuste es irrelevante, pero adherirla bien a la cara es fundamental para evitar infectar e infectarnos mediante la nube de aerosoles que nos rodea y que se puede colar en un sentido u otro por las rendijas que dejemos.

Y evitemos excusas como "es que me ahogo en el gimnasio" o "no quiero respirar mi CO2". Si respirar con mascarilla fuera un problema, las cirujanas y los cirujanos del mundo llevarían décadas enfermando y muriendo de forma desproporcionada. Además, está demostrado que usar mascarillas de tela, quirúrgicas o N95 (FPP2) no afecta a adultos sanos mientras hacen una actividad física intensa. Tampoco tiene sentido eximir de su uso a los enfermos.

6.- No todos los interiores son igual de arriesgados: la cultura y el transporte público urbano son seguros porque estamos tranquilos, en silencio y con mascarillas.

El riesgo de contagio aumenta de forma progresiva porque hace falta inhalar cierta cantidad de virus para contagiarnos. Lo hace de forma relevante a partir de los 15 minutos de estancia en interiores. Así, comprar el pan entraña un riesgo muy bajo; cenar con los amigos en casa, muy alto. Además del tiempo de permanencia y aunque no existen interiores "libres de Covid" o "Covid free", hay factores que hacen más seguros algunos entornos. Lo son, por ejemplo, los espacios culturales y el transporte público urbano. Y por motivos similares. Veamos.

En España y según Sanidad, solo un 0,01% de los brotes se han producido en espacios culturales. De forma llamativa, no existen casos documentados en nuestro país —ni en el mundo— de brotes en cines. Esto se debe a que en esos espacios no se dan muchas de las condiciones que favorecen los citados contagios masivos. Entre otras, las aglomeraciones, la mala aireación y gritar o cantar porque así emitimos más aerosoles al aire: al hablar, 10 veces más que al respirar y al gritar o cantar fuerte, 50 veces más. También exhalamos más aerosoles al bailar o hacer ejercicio intenso, como en las discotecas o los gimnasios, donde además inspiramos con más profundidad, facilitando que el virus llegue al fondo de nuestros pulmones. Todo ello juega a favor del contagio.

En cambio, a la mayoría de espacios culturales —como galerías de arte, museos, cines, teatros, librerías o bibliotecas—, las personas acudimos tranquilas, en silencio y con mascarilla. De esa forma el nivel de aerosoles que exhalamos e inspiramos es el mínimo posible. La amplitud de muchos de ellos también dificulta contagios. Por consiguiente, clausurar los espacios culturales del mismo modo que se cierran los interiores de la hostelería solo tiene sentido si se ignora cómo se propaga el virus o si se decide como medida ideológica.

En el caso del transporte público urbano, pasa parecido. No se han documentado casos de contagio en metros, trenes de cercanías o autobuses urbanos en países como Japón, Francia o España. También, en esos espacios, permanecemos en general tranquilos y en silencio, estamos con mascarillas y se ventilan de forma natural con la apertura de puertas en cada parada. Incluso en los transportes de más larga distancia, en los que la gente comparte espacio durante más tiempo, los brotes documentados suelen ser del principio de la pandemia, cuando el uso de mascarillas aun no era obligatorio.

De forma contundente, el Imperial College London no ha encontrado coronavirus ni en las superficies ni en el aire del metro o los autobuses de Londres. No se debe a que el coronavirus no se contagie por el aire, de lo que tenemos una evidencia abrumadora, sino a que ese contexto y las medidas tomadas en él lo convierten en un espacio seguro. En este sentido, en Cataluña o Valencia ya se recomienda mantener silencio o bajar la voz mientras se usa el transporte público. Valoremos extender esa recomendación a cualquier otro espacio cerrado. O incluso a algunos abiertos en los que nos juntamos, como los estadios de futbol. En efecto, como se está imaginando, ya lo hacen en Japón.

7.- Ni las vacunas ni las terapias, la bala mágica son los test rápidos de antígenos domiciliarios.

Pese al optimismo que suscita el espectáculo montado en torno a las campañas de vacunación en Occidente, este no es —al menos a corto y medio plazo— nuestro as en la manga. Para empezar, al dinamitar la equidad en el acceso mundial a las vacunas, nos estamos poniendo troncos de roble en las ruedas. El divulgador Javier Sampedro señala en El País que "los profesionales sanitarios y las personas de riesgo de los países pobres deberían tener prioridad sobre la población general de los países ricos", si bien "aquí habremos vacunado hasta a los perros antes de donar esas dosis a un país africano o latinoamericano".

Mientras la UE y otros países desarrollados se garantizan dosis para varias veces su población mediante acuerdos multimillonarios, queda claro que los países con menos recursos nos importan un pimiento y que no entendemos que, por definición, hasta que la pandemia no se controle en todo el globo, penderá sobre nuestras cabezas la espada de Damocles de los rebrotes.

Por otra parte, es poco probable que encontremos un tratamiento curativo para la Covid-19 porque es raro conseguirlos para las infecciones víricas. Así, seguimos sin curas para el catarro, la gripe, la varicela, el sarampión o el VIH/sida. Si existiera, por tanto, un game changer, una bala mágica que altere de forma relevante el panorama, tampoco van por ahí los tiros.

Van por el de la realización de pruebas domiciliarias de antígeno rápidas, frecuentes y generalizadas que no precisen prescripción médica ni personal especializado. Estos test no están comercializados aun, pendientes de su autorización por parte de las agencias reguladoras. Detectan la infección actual o, mejor dicho, la capacidad de contagio actual y no debemos confundirlos con los test de anticuerpos que se venden en algunas farmacias bajo prescripción y que solo orientan sobre si se ha pasado la infección con anterioridad.

"Con que solo un 50% de la población se hiciera la prueba de esta manera cada 4 días, podemos lograr un efecto parecido a la inmunidad de rebaño vacunal", relataba en TIME el epidemiólogo e inmunólogo de Harvard Michael Mina. Imagine, además, que puede hacerlo desde su sillón porque el Gobierno se las ha enviado de forma gratuita a su buzón, a los colegios y a los centros de trabajo. Con la facilidad que una persona diabética controla su azúcar o una mujer se hace una prueba de embarazo, imagine que puede saber en minutos si está libre de coronavirus.

Ponga además que se pueda hacer ese test antes de entrar al restaurante, al teatro, al gimnasio, o a la residencia donde está ingresada su madre, lo que permitiría garantizar con razonable grado de certeza —no existen pruebas infalibles— que en ese entorno nadie está infectado. Es más, el envío simultáneo de otros test válidos para confirmar los resultados positivos de la prueba inicial daría más seguridad si cabe a un diagnóstico de infección. De ser así, podría aislarse en casa cortando ipso facto las cadenas de transmisión del virus e informar a las autoridades sanitarias de forma voluntaria con un simple clic en su móvil.

Esta es la propuesta de Mina, que insiste en que para prevenir brotes es más importante la alta frecuencia de realización de esos test y la velocidad en obtener resultados que su sensibilidad o capacidad de detectar enfermos, que en ocasiones se ha criticado por insuficiente. Pero, aunque no detecten a todas las personas infectadas, sí detectan bien a quienes tienen virus en suficiente cantidad para contagiar, justo lo que necesitamos. Para Anthony Fauci, referente de la lucha contra la Covid-19 en EEUU, "hemos hecho cosas infinitamente más complicadas que eso. Tenemos la tecnología para hacerlo, podemos hacerlo".

8.- Un catarro, una gastroenteritis o unas anginas son sospechas de Covid-19 hasta que no se demuestre lo contrario.

"Ante la aparición de algún síntoma (fiebre, tos, dificultad respiratoria), llama a tu centro de salud". Otro de esos mensajes obsoletos. En este caso, enviado desde la aplicación digital gubernamental Radar COVID. Esta herramienta que nos informa de eventuales contactos con personas infectadas obvia a estas alturas que el SARS-CoV-2 puede producir un espectro de síntomas mucho más amplio... e incluso no dar ninguno de los anteriores. Por eso, también es poco más que inútil utilizar termómetros para descartar fiebre al acceder a espacios públicos y nos puede dar la falsa seguridad de que quien entra en un colegio, un avión o un restaurante no está infectado. Vaya remangándose la pernera derecha, que toca tatuaje.

Desterremos también el mito de que tenemos un catarro porque hemos cogido frío. Señoras y señores, igual coincidió que olvidaron la rebequita o secarse el pelo, pero, si tienen catarro, es porque les ha infectado uno de los numerosos virus que producen catarros, entre otros el nuevo coronavirus. Lo mismo es aplicable a las amigdalitis, las anginas, las faringitis o las gastroenteritis, cuadros todos causados por virus —como nuestro nuevo amigo— o bacterias. Por tanto, cualquiera de ellos es indicación de hacer una prueba diagnóstica para descartar Covid-19 y valorar aislarnos en casa.

Tampoco hay forma humana de distinguir solo con los síntomas una gripe de una infección por coronavirus, así que no nos parapetemos en esos diagnósticos para prescindir de pruebas ni quedemos con otras personas si tenemos síntomas, por leves que sean. "¿Es que ahora todo es Covid?" No, es que todo eso puede serlo y hay que descartar esta posibilidad por los riesgos que implica.

9.- Apostemos por medidas sin épica ni penitencias.

¿A qué huelen las medidas sin épica? Para empezar, no huelen a pelotazo como el flamante y vacuo megalóhospital de pandemias de la Comunidad de Madrid, que ya nos ha costado 100 millones de euros, más del doble de lo presupuestado. Menos mal que quienes lo planificaron no se dedican a la microcirugía ni a poner satélites en órbita, aunque es de agradecer, eso sí, el envidiable plató para rodar series de médicos que nos han dejado.

Las medidas sin épica huelen a perseverancia y trabajo denodado. No se les puede plantar una bandera, ni se prestan a cortar cintas inaugurales, ni a fotos que abran periódicos. Una vez más, volvamos a Asia. Como recogía TIME, Taiwán registró a finales de octubre 200 días sin casos autóctonos de Covid-19. Ni uno. Nada funciona sin un óptimo rastreo de contactos y sin facilitar la cuarentena incluso a los contactos que den negativo en los test, recordaba Chen Chien-jen, ex vicepresidente del país y epidemiólogo. Y se lo toman al pie de la letra: Taiwán vincula de 20 a 30 contactos con cada caso confirmado; España, de 2 a 3, diez veces menos. Para los que creen que hay que elegir entre salud y economía, baste con señalar que la de Taiwán es una de las pocas que crecerá este año. La mejor forma de proteger la economía [e incluso las vidas] es evitar olas sucesivas de contagio.

El rastreo de contactos no se ha inventado este año, como las vacunas de ARN. Es como ese tío pesado, de toda la vida y nada épico, pero sirve para contener la pandemia, al igual que otras medidas estructurales requeridas hasta la náusea, como abordar la desigualdad e invertir recursos y reforzar con personal los servicios de salud pública y atención primaria.

Puede sonrojar, pero también sirve pedir ayuda a los demás. Si en nuestra ciudad, nuestra región o nuestro país no tenemos camas o personal, pidamos ayuda a otros o traslademos pacientes a donde mejor puedan ser atendidos. Una de las cosas que más perplejidad y dolor me produjo durante la primera ola fue que, mientras en Europa se trasladaban pacientes entre países, en España no se trasladase con regularidad pacientes de las autonomías más desbordadas a las demás ni, a la inversa, equipos o personal de las segundas a las primeras. O que no hubiera voluntad política de pedir ayuda, ni de ofrecerla por parte de unos u otros responsables políticos. Es inadmisible que aún no sea prioritario garantizar la igualdad en el acceso a la asistencia sanitaria y la libre circulación de pacientes en nuestro territorio mientras a nivel europeo se quiere "construir una Unión Europea de la Salud". ¿Vamos a setas o a Rolex?

¿Y a qué huelen las medidas sin penitencia? No a incienso, al menos. Visto desde diciembre, el confinamiento de marzo en España fue efectivo para contener la pandemia como lo fue la bomba atómica para terminar con la Segunda Guerra Mundial: de forma salvaje, burda, imprecisa y con infinidad de "daños colaterales". En Hiroshima y Nagasaki, esos daños fueron decenas de miles de muertos civiles. En España, va a ser una crisis social y económica como no hemos conocido en la democracia, lo que también va a acarrear muertes e infelicidad.

La idea de que confinarnos de nuevo es lo más efectivo para atajar brotes descontrolados también se blande como amenaza latente. Pero no nos contagiamos en la calle, luego no hay justificación alguna para recluirnos en casa. Tampoco parece que evitar que salgamos a correr, sacar al perro de madrugada o que crucemos el linde entre Cáceres y Salamanca vaya a impedir contagios que no pudieran evitarse limitándonos a restringir las interacciones sociales en interiores, lo que cuestiona la utilidad de los toques de queda o los cierres perimetrales indiscriminados.

Creo que, en parte, y quizás de forma inconsciente, estas medidas que funcionan como matar moscas a cañonazos se invocan porque apelan a nuestro afán atávico de penitencia por no haber hecho las cosas "como Dios manda". Ya saben, "los jóvenes hacen lo que les da la gana" y todas esas generalidades y prejuicios que nadie puede demostrar con datos pero que llevamos enquistadas. Gente, nos sobra la penitencia.

En brotes descontrolados seamos drásticos con los interiores no esenciales, pero ampliemos aceras y terrazas, promovamos el teletrabajo y las actividades en exteriores, respetemos los espacios culturales, incrementemos la frecuentación del transporte público y promovamos el ejercicio físico al aire libre, que es saludable, rebaja el estrés y fortalece el sistema inmunitario. En chiquitito, cabe en la pierna izquierda.

10.- Aprendamos de cómo funciona y no funciona la ciencia.

Yo no sé cómo lo hace. Solo que es imperfecta porque la desarrollamos seres imperfectos, pero que constituye la forma más juiciosa y bella de entender el mundo e intentar dar respuesta a nuestras preguntas. Aunque algunos piensen que discurre por la senda del pensamiento único, es lo menos monolítico que ha creado la humanidad. No da certezas con frecuencia, implica más bien una evolución continua o escalonada y no siempre unidireccional de un conocimiento que se corrige a si mismo de forma indefinida. La ciencia no es objetiva y debe entenderse de manera crítica, cultural y política, como señala el escritor Steven Thrasher.

Como no podemos esperar certezas sino orientaciones razonables tamizadas por el color de nuestro cristal, asumamos que parte de lo que decidamos hoy será erróneo mañana. Por eso sorprende que algunos expertos [¿quiénes son expertos en una enfermedad desconocida hace un año?] quieran evaluar "con urgencia" la respuesta de España a la pandemia. ¿Con qué estándar ideal piensan compararla?, ¿cómo van a verificar el impacto, la idoneidad o inadecuación de una heterogeneidad de medidas cambiantes en regiones con contextos epidemiológicos, demográficos y de otras índoles diferentes?

En un artículo de octubre firmado por Ainhoa Iriberri en EL ESPAÑOL, varios especialistas discrepan de lo que fue o no fue acertado hacer… al principio de la pandemia. Vamos, que, ni siquiera a posteriori y con perspectiva, podemos ser tajantes. "Cuanto más seguro esté alguien sobre la Covid-19, menos debe confiar en él", reza un editorial en The BMJ. Es decir, cuídese de expertos, de quienes firman decálogos contundentes y demás. Sea crítico, pero no lo sea hasta el punto de no creerse nada, que es lo mismo que creérselo todo.

Coda.

Conciudadanas y conciudadanos, no nos confiemos porque cumplimos unas normas intrínsecamente imperfectas o porque estemos en un entorno amistoso o familiar. Mire una vez más sus brazos, sus piernas, piense en Asia. Las normas, qué loco, nos permiten quitarnos la mascarilla en un bar. Allegados o no, seis o diez… son cifras arbitrarias porque el riesgo cero solo lo tenemos compartiendo espacio de forma exclusiva con quienes convivimos a diario o tirando al monte. Relacionarnos con nuestros seres queridos es fundamental, celebrar la Navidad como siempre no. "Salvar el verano" nos ha llevado a tener un otoño e invierno descontrolados, ¿cómo queremos que sea la primavera?

*Aser García Rada es pediatra, doctor en Medicina por la Universidad Complutense de Madrid, actor y periodista freelance.