Por qué no podemos hacernos cosquillas a nosotros mismos
La clave del efecto está en lo impredecible, y sirve como ejemplo de la capacidad de un cerebro sano para distinguir entre lo propio y lo ajeno.
4 julio, 2016 02:40Noticias relacionadas
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Cuando Shakespeare puso en boca de su personaje Shylock (El mercader de Venecia) un apasionado alegato contra la discriminación de los judíos, no olvidó uno de los rasgos que tenemos en común todos los seres humanos: "Si nos hacéis cosquillas, ¿acaso no reímos?". Pero para tratarse de algo tan cotidiano, las preguntas más obvias sobre las cosquillas dejarían a más de uno rascándose la cabeza: ¿por qué existen? ¿Por qué nos reímos? ¿Por qué pueden ser placenteras o desagradables? Y, sobre todo, ¿por qué no podemos hacérnoslas a nosotros mismos?
Si alguna vez se han formulado preguntas como éstas, sepan que no están perdiendo el tiempo con un asunto banal: sobre las cosquillas han reflexionado mentes de la talla de Aristóteles, Darwin o Galileo. Sócrates ya distinguió entre distintos grados de cosquillas que diferencian la experiencia placentera de la dolorosa. A Aristóteles se le atribuyen las primeras grandes reflexiones sobre las cosquillas: “"Que sólo al hombre [ser humano] le afectan las cosquillas se debe primero a la delicadeza de su piel, y segundo a que es el único animal que ríe", escribió.
Aristóteles también expresó, quizá por primera vez de forma oficial, esa gran pregunta: "¿Por qué nadie puede hacerse cosquillas a sí mismo?". Y respondió con otra pregunta: "¿No es porque las cosquillas se sienten menos incluso de otra persona cuando se esperan, y más cuando uno no ve a la otra persona, de modo que el efecto se minimiza cuando uno está advertido de la experiencia?". En palabras más claras: el filósofo griego vislumbró que la clave del efecto residía en el hecho de lo inesperado, lo impredecible.
Caliente, caliente. En su estudio sobre la expresión de las emociones en el hombre y en los animales, Charles Darwin refutaba la exclusividad humana aportando observaciones de cosquillas en los simios, "sobre todo bajo las axilas". Pero coincidía con Aristóteles en que dependen de lo inesperado: "que el punto preciso que se toque no sea conocido". Para el padre de la evolución biológica, las partes del cuerpo más sensibles a las cosquillas eran "aquellas que no son comúnmente tocadas". En el caso de la planta del pie, Darwin lo explicaba porque normalmente está en contacto con una superficie ancha, al contrario de lo que ocurre con las cosquillas. Pero reconocía una excepción a esta regla: "La superficie sobre la cual nos sentamos". Conclusión: Darwin experimentó con las cosquillas en el trasero.
Un juego social
Pero además, Darwin añadía que el efecto requería una "condición placentera", por lo que sólo funcionaba en el contexto de una relación social. Lo cual, por cierto, le llevó a rebatir a Francis Bacon, que era partidario del efecto universal de las cosquillas. Pero las ideas de Darwin ya anticipaban un papel como ritual de cohesión de grupo.
Los estudios en chimpancés descubrieron que las crías piden cosquillas a sus mayores, igual que los niños humanos; así, las funciones está repartidas: los pequeños las buscan, los adultos las hacen. De hecho, estos últimos no son muy aficionados a recibirlas: un estudio descubrió que sólo una de cada tres personas adultas dice disfrutar con las cosquillas.
"Las cosquillas son un tipo de juego, y el papel evolutivo del juego es uno de los temas más debatidos en biología evolutiva", señala a EL ESPAÑOL el profesor de la Universidad de Sussex (Reino Unido) David Leavens, cuyo trabajo en psicología cognitiva de simios y humanos ha cubierto también el papel de las cosquillas. Leavens apoya la idea de que el juego puede ser un mecanismo de aprendizaje juvenil del entorno físico y social. "En particular, las cosquillas permiten a los simios jóvenes aprender la dinámica de la interacción social y la intencionalidad".
Esto no zanja la discusión sobre el origen evolutivo de las cosquillas y el papel que cumplen. Se han aportado explicaciones variadas, como la posibilidad de que el ejercicio de las cosquillas sea una especie de entrenamiento para la guerra: las zonas corporales más sensibles son puntos vulnerables, por lo que el reflejo de protección prepara al individuo para la defensa. Según otra hipótesis, las cosquillas que siente el feto en ciertas partes de su cuerpo le ayudarían a colocarse correctamente dentro del útero materno.
Cualquier explicación deberá tener en cuenta que las cosquillas tampoco son un privilegio exclusivo de los primates: otras especies se han ido añadiendo. En particular, en años recientes hemos sabido que las ratas también ríen, aunque en ultrasonidos, y que exhiben esta forma de risa en respuesta a las cosquillas. Pero ¿por qué las ratas, nosotros y Shylock reímos cuando nos cosquillean? Leavens apunta el posible papel de la risa compartida en la relajación social y la formación de lazos. "La respuesta de risa a las cosquillas es más intensa que con otros estímulos táctiles placenteros", admite el psicólogo. En esto, las cosquillas son únicas.
Taxonomía de las cosquillas
Claro que no todas son iguales; incluso las cosquillas tienen su propia taxonomía, establecida en 1897 por los psicólogos G. Stanley Hall y Arthur Allin. Ambos autores diferenciaron dos tipos, o dos procesos diferentes: knismesis y gargalesis. Bajo estos términos dignos de la tragedia griega se esconden, respectivamente, lo que entenderíamos como un leve cosquilleo y las verdaderas cosquillas. Es decir, la knismesis es la caricia suave que nos produce una sensación cercana al picor, mientras que la gargalesis es la risa producida por el cosquilleo enérgico. Esta taxonomía afecta también al hecho observado por Aristóteles: uno puede provocarse a sí mismo knismesis, pero no gargalesis.
Cambiamos entonces la forma de la pregunta: ¿por qué no podemos provocarnos autogargalesis? En 1999, los psicólogos Christine Harris y Nicholas Christenfeld, de la Universidad de California en San Diego (EEUU), se propusieron resolver si se debía sólo al factor de lo impredecible, como propuso Aristóteles, o si era necesaria otra persona en un contexto de relación social, como sugería Darwin y otros han defendido.
Harris y Christenfeld idearon un astuto sistema: construyeron una máquina de hacer cosquillas, y sometieron a un grupo de voluntarios a probar la diferencia entre el aparato y el ser humano. Sólo que, en realidad, había una pequeña trampa: la máquina que se mostró a los voluntarios era de pega. Las cosquillas siempre las hacía una persona, por lo que el estímulo era el mismo. Se trataba de estudiar si los participantes notaban alguna diferencia cuando se les hacía creer que era el aparato el que les cosquilleaba.
El experimento demostró que la reacción de los sujetos era la misma a las cosquillas de origen humano y a las presuntamente mecánicas. Los autores concluían que Aristóteles tenía razón: la respuesta es un reflejo que depende del factor sorpresa. No podemos hacernos cosquillas, del mismo modo que no podemos autoasustarnos. De hecho, el caso de las cosquillas se ha convertido en un ejemplo de cómo el cerebro distingue entre lo propio y lo ajeno, y de cómo esta distinción se difumina si no hay una clara diferenciación entre el "yo" y el "otro".
Esto es lo que sucede en los pacientes con esquizofrenia. En el año 2000, investigadores del University College de Londres propusieron que estas personas tienen mayor facilidad para hacerse cosquillas a sí mismos, dado que a menudo sienten estar bajo el control de fuerzas ajenas a ellos. "La distinción propio-ajeno en el control es la clave", dice Leavens.
En abril de este año, otro estudio ha extendido la observación a personas sanas esquizotípicas; es decir, que no llegan al umbral para un diagnóstico de trastorno, pero que presentan algunos rasgos. Según el estudio, las autocosquillas aparecen sobre todo en individuos que dicen tener experiencias sobrenaturales y que sienten estar bajo el control de misteriosas fuerzas externas. Así que no se rían: las cosquillas son un asunto muy serio.