No era fácil ser mujer y dedicarse a la ciencia a principios del siglo XX, salvo en la familia que formaron Dorotea González y Francisco Barnés. Él era un profesor de Historia que llegó a ser ministro de Instrucción Pública y Bellas Artes en dos ocasiones durante la II República, unos pocos meses de 1933 en el gobierno de Manuel Azaña y de nuevo en 1936.
"Mi padre siempre decía, mis hijos que se casen y mis hijas que estudien". Estas palabras de Ángela Barnés dejan claro el talante igualitario que se respiraba en esa casa, pero de los siete hermanos, cuatro chicas y tres chicos, la más ilustre llegó a ser Dorotea, investigadora química, aunque probablemente también acabó siendo la más frustrada.
Casi al mismo tiempo que España estrenaba la República, ella se doctoró en Químicas en la Universidad Central de Madrid. Años antes había iniciado una carrera fulgurante. Pasó por la Residencia de Señoritas que dirigía María de Maeztu y gracias a la ayuda de la profesora americana Mary Louise Foster consiguió una beca y una pensión de la Junta para la Ampliación de Estudios para iniciarse en las técnicas de análisis espectral en Estados Unidos.
Y además no fue a parar a cualquier sitio, sino a la Universidad de Yale, que ponía importantes restricciones al acceso de las mujeres. "Estoy muy contenta. Se trabaja muy intensamente y en condiciones inmejorables que hacen el trabajo mucho más atractivo, ya interesante de por sí. A pesar de tener fama de no admitir a las mujeres, yo hasta la fecha he encontrado a todos los profesores dispuestos a facilitarme el camino", contaba en una carta.
Investigaciones en Estados Unidos
Dorotea se centró en investigar las propiedades químicas de la cistina –un aminoácido que abunda en las proteínas del pelo, la lana y la piel– y en realizar un estudio comparativo de los ácidos nucleicos de bacterias patógenas. Lo más importante es que llevaba a cabo los análisis con técnicas de espectroscopia y en poco tiempo fue considerada como una de las científicas más avanzadas en su aplicación al ámbito de la química.
En su estancia al otro lado del Atlántico también visitó Harvard y Columbia y se enamoró de un país mucho más amable para las mujeres que decidían hacer carrera. Al regresar a España, en 1932, se incorporó al Instituto Nacional de Física y Química, conocido como Instituto Rockefeller, pero no tardó en volver a hacer las maletas.
Su misión en este centro iba a ser viajar a Austria para aprender espectroscopia Raman, que se sigue utilizando hoy en día para identificar las moléculas de sustancias químicas y que en aquel momento era una absoluta novedad. Barnés la introdujo en la ciencia española y realizó importantes contribuciones en los años siguientes estudiando su aplicación en alcoholes. Además, logró la cátedra de Física y Química del Instituto Lope de Vega de Madrid y se puso a dar clase.
El exilio
Pero el calendario avanza, estalla la Guerra Civil y se va al exilio en Carcasona (Francia) con su esposo y una niña recién nacida. ¿Fueron las circunstancias bélicas las que la apartaron de la investigación? "A mí me retiró de la ciencia mi marido", aseguró mucho tiempo después, en 1996.
No obstante, por si había alguna duda, al regresar a España tras la contienda tuvo que pasar por el proceso de depuración del magisterio que había iniciado el régimen franquista: en 1941 le aplicaron la pena de inhabilitación para la enseñanza, lo menos que podía esperar la hija de un ministro republicano. Adiós a la ciencia y a la docencia.
Su hermana Ángela, que se había dedicado a la filología árabe, también se quedó en España sin poder dar clase, pero el resto de la familia Barnés optó por el exilio en México. Sus otras hermanas, Adela y Petra, pudieron continuar allí con sus carreras científicas, de química y de farmacia, respectivamente.
En sus últimos años, Dorotea Barnés vio reconocidos sus méritos y murió en 2003 en Fuengirola cuando estaba a punto de convertirse en centenaria.