La humanidad creyó durante mucho tiempo que todo lo que existe en la naturaleza era una obra divina, perfecta e inmutable. Esta idea comenzó a tambalearse en el siglo XIX por diversas razones, entre ellas, la aparición de los esqueletos fosilizados de extraños y desconocidos animales.
Rachel Ignotofsky cuenta en su libro Mujeres de Ciencia. 50 intrépidas pioneras que cambiaron el mundo que una figura clave en este proceso fue Mary Anning, que nació en 1799 en Lyme Regis, una pequeña localidad costera del sur de Inglaterra. Se convertiría en la paleontóloga más importante de la historia, aunque su trabajo apenas fue reconocido en su época.
Desde niña se dedicó a recorrer los peligrosos acantilados de su pueblo para ayudar a su padre a recoger fósiles que después vendían a los turistas para poder subsistir. En la zona se producen a menudo corrimientos de tierra que causan muchos problemas pero que también dejan al descubierto tesoros del jurásico.
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Cuando sólo tenía 12 años, Mary encontró el primer esqueleto completo de ictiosaurio y más tarde otros dos de una especie completamente desconocida hasta entonces, el plesiosaurio. También fue la primera persona en encontrar un esqueleto de pterosaurio fuera de Alemania y unos cuantos fósiles de peces.
Acompañada por su amiga Elizabeth Philpot, otra destacada coleccionista de fósiles, y por su perro Tray, que acabó muriendo en un desprendimiento, dedicó muchos esfuerzos a cambiar la visión que el mundo tenía de la prehistoria.
Aunque la educación de Anning era limitada, su extraordinario interés por los fósiles hizo que se convirtiera en autodidacta. A menudo pedía prestados artículos sobre este tema y se dedicaba a copiar los textos y los dibujos o se ponía a diseccionar animales contemporáneos para comparar su anatomía con la de los ejemplares que encontraba.
No eran piedras, sino excrementos
Entre sus descubrimientos más curiosos estuvo resolver el misterio de lo que entonces se conocía como piedras de bezoar, que en realidad no eran otra cosa que coprolitos, es decir, excrementos fosilizados. La dieta de los animales del pasado también era una cuestión de peso.
Hoy en día se considera que sus aportaciones fueron muy importantes para demostrar que se producen extinciones. Destacados geólogos se interesaron por sus hallazgos y trabajaron con ella. Algunos incluso iban hasta Lyme Regis para ponerse a buscar con Mary nuevos fósiles entre los acantilados.
Uno de ellos fue Thomas Hawkins, que protagonizó un escándalo importante al descubrirse que le había vendido esqueletos de ictiosauros al Museo Británico añadiendo huesos falsos que los hacían parecer más complejos.
Probablemente, el investigador que le demostró un mayor agradecimiento fue el suizo Louis Agassiz, ya que le puso su nombre a dos especies de peces fósiles: Acrodus anningiae y Belenostomus anningiae.
Los que se aprovecharon de su trabajo
En cualquier caso, su relación con los científicos fue intensa, aunque no siempre beneficiosa. Según dejó escrito más tarde Anna Pinney, una chica que a veces también la acompañaba a buscar fósiles, Mary se quejaba de ser utilizada por "hombres de ciencia" que "han sacado un gran partido publicando obras, de las cuales ella elaboró los contenidos, sin recibir nada a cambio".
No es que le tuvieran una manía especial, sino que tenía todas las papeletas para ser ninguneada por la élite debido a su estatus social y a su sexo. Generalmente, los que encontraban fósiles eran obreros, canteros o empleados en la construcción de una carretera, que se los vendían a coleccionistas adinerados.
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Estos eran quienes se atribuían todo el mérito y eran los únicos que aparecían en la literatura científica. Para colmo, las mujeres no eran admitidas en la universidad y no podían participar en las reuniones de las sociedades científicas ni siquiera como espectadoras.
En consecuencia, no pudo publicar textos científicos con su nombre y, a pesar de comercializar fósiles y de que muchos expertos le reconocían sus méritos, pasó por graves dificultades económicas. Finalmente, le concedieron una pensión por sus muchas contribuciones a la ciencia.
Mary Anning tan sólo vivió 47 años, víctima de un cáncer de mama, pero dejó cierta huella en la cultura popular, ya que en el siglo XX aparece como personaje de varias obras literarias. Sin embargo, pocas destacan su legado científico. Sí lo hace Las huellas de la vida, novela de Tracy Chevalier publicada en 2009 cuyo título original es Remarkable Creatures.