Recientemente, los investigadores Emilio Muñoz y Jesús Rey hablaban de una “pandemia ambiental”. Su pretensión, como la de tantas personas que escribimos sobre el asunto, es mover a la acción para paliar el cambio climático.
Los autores invitan a la reflexión sobre las posibles consecuencias negativas del calentamiento global para nuestra evolución biológica y social. Pero ¿es eficaz esta estrategia? ¿Puede la mera reflexión empujarnos a actuar o es necesario algo más?
El primer paso para incitar a la actuación contra el cambio climático consiste en atraer la atención hacia él. Como saben bien quienes se dedican a la publicidad, o a la comunicación en general, eso no resulta sencillo. Los mecanismos más eficaces son los que recurren a nuestras respuestas automáticas: un sonido fuerte, un aspecto extravagante, unas palabras punzantes.
El problema es que la sorpresa o el susto se desvanecen en instantes. Si se quiere mantenerlos, hay que ir incrementando el nivel de estímulo, porque el umbral de sensibilidad va subiendo. De ahí que, para hacer frente a la fatigosa tarea de retener la atención, se haya desarrollado una disciplina novedosa y lucrativa, la captología.
Pero la atención no basta para afrontar la crisis climática: también se precisa que despierte interés.
Los límites del interés
Dice la RAE en su diccionario que interesar puede entenderse, primero, como “dar parte a alguien en un negocio o comercio en el que pueda tener utilidad o interés” y, segundo, como “hacer tomar parte o empeño a alguien en los negocios o intereses ajenos, como si fuesen propios”.
Para que el cambio climático nos resulte interesante, tenemos que saber que tomamos parte en él, que nos afecta. De ahí que la mayoría de escritos sobre el tema expongan sus consecuencias. Puesto que estas consecuencias son negativas, se suele tildar a esos textos de catastrofistas.
Todos los seres humanos tendemos a evitar las noticias que nos resultan desagradables o que nos invitan a cambiar nuestros hábitos, así que el interés por el cambio climático se acaba donde empieza nuestro disgusto, que nos empuja a apartarnos del asunto.
La importancia de las inercias
Conocer la realidad es necesario, pero no suficiente para cambiarla. Todo el mundo sabe que debería hacer ejercicio regularmente, dormir siete u ocho horas diarias, cumplir las normas de circulación y no dejar las cosas para última hora. ¿Por qué no lo hacemos? Porque actuar supone vencer una serie de resistencias.
Abandonar prácticas rutinarias que han funcionado durante toda nuestra vida resulta muy costoso (aunque solo sea por el efecto donación) y conocer una realidad tan compleja como la del cambio climático supone invertir mucho tiempo, como nos cuenta la economía de la información.
Además, tenemos generalmente una comprensible tendencia a la pasividad, como ha mostrado Dan Ariely. Cambiar cuando estamos bien se percibe como una decisión antieconómica y por eso no solemos hacerlo, salvo que temamos algún mal por quedarnos quietos (como en el manido ejemplo de la reina de corazones de A través del espejo).
El miedo, motor y freno
El miedo a empeorar es necesario para cambiar. La capacidad de movilización de la amenaza es muy limitada, como han expuesto Bruner y Valladares en The Conversation, pero el temor racional es indispensable: si no tememos un mal, ¿por qué vamos a dedicar esfuerzo alguno a evitarlo?
Sin algo de miedo (que no es pánico ni terror), no hay motivos para la acción preventiva. Así lo ha puesto de manifiesto una investigación reciente de Tobias Bosch para la Universidad de Ginebra. Y, ¿de dónde puede surgir el miedo razonable más que del conocimiento?
No hay atajos
Aunque nos empeñemos en buscarlos, no hay trucos ni caminos fáciles para actuar contra el cambio climático. Paliar problemas complejos resulta imposible sin una combinación de información, reflexión, miedo y entusiasmo. Necesita tiempo y esfuerzo, y, aún peor, requiere que cambiemos nuestros hábitos, lo que suele llevar aparejado cierto sufrimiento.
Pero el cambio climático actual, además de un problema incómodo y complicado, es una oportunidad de mejorar nuestro entorno con acciones sencillas. Cada acto individual cuenta, no necesita de otros para funcionar. Cada persona, si quiere, puede resultar útil, puede hacer algo, porque el cambio climático, aunque complejo, no es natural, no nos viene impuesto, sino que es consecuencia de nuestras acciones.
Cada quien tiene la ocasión de convertirse en freno de la contaminación atmosférica, en la medida en que opte por ciertas acciones continuadas y sencillas: reducir los viajes, consumir productos locales, reciclar, obtener energía de procesos que no impliquen combustión, etc. Es verdad que el resultado final depende de la implicación de otros agentes, pero la acción individual cuenta, interesa y nos beneficia sin necesidad de sumar la acción ajena (aunque esta contribuya a un mayor bien).
Para hacer frente al cambio climático no hay atajos: solo el largo camino que conduce al éxito colectivo y la satisfacción individual. Recorrerlo supone tener interés y conocimientos. Con ellos no basta, pero sin ellos no hay forma. Por eso tantos artículos de los que se publican aquí resultan indispensables
Armando Menéndez Viso, Profesor de Filosofía, Universidad de Oviedo.
Este artículo fue publicado originalmente en The Conversation.