Hace una semana se alcanzaban temperaturas cercanas a los 48℃ en Vancouver (Canadá), 42℃ en Seattle, 44℃ en Portland (EE. UU.) y temperaturas similares en toda esa región de paisajes verdes y húmedos. Estas temperaturas son típicas de los desiertos cercanos a las líneas de los trópicos, Arabia, Irán y el valle de la Muerte, en California, donde en 2020 se alcanzaron los 54 grados.
Se había formado sobre la zona una estructura de bloqueo en omega (por la letra mayúscula griega Ω) del chorro polar. Y esa estructura había atrapado y bloqueado durante días un centro de alta presión, que, como el anticiclón de las Azores cerca de España, introdujo aire muy cálido allí. Aire que, siguiendo la ecuación de los gases perfectos, aumenta su temperatura cuando aumenta su presión.
Las olas de calor están ocurriendo en los EE. UU. con una frecuencia tres veces mayor estos años recientes de lo que ocurrían en los 60 del siglo pasado, y su extensión geográfica sobre tierra es hoy 1,25 veces más grande.
Este año, durante el invierno, se ha registrado la menor extensión de hielo en el Ártico desde que tenemos registros de satélite. Y este verano, esa extensión es tan pequeña como en 2012 (la mínima registrada en esta estación) y probablemente se reducirá aún más. El Polo Norte está muy caliente.
Las corrientes de aire que controlan el clima
Todo el tiempo atmosférico en las zonas templadas del planeta está controlado por los dos chorros polares, uno por hemisferio. Son unos ríos poderosos de aire, de una anchura de unos mil kilómetros y una profundidad de unos 3.000 metros, que circulan a una altitud de cerca de 11.000 metros sobre el nivel del mar, rodeando la Tierra.
Estos ríos se forman por la diferencia de temperaturas entre la zona tropical y las regiones polares, siguiendo la ecuación de la aceleración térmica del viento en altura, que combina esta diferencia de temperaturas con el giro de la Tierra: el aire se acelera según asciende en la atmósfera, sobre la zona de máximo gradiente en latitud de temperaturas.
En invierno, ese punto de máximo gradiente se situaba, en la mitad del siglo XX, en la latitud de Marruecos, aquí. En la del norte de México en América. En verano, al calentarse la región polar, el punto se desplazaba en latitud hacia el norte, hacia el sur de Inglaterra, o la frontera entre los EE. UU. y Canadá.
En invierno el gradiente era fuerte, y el chorro, como un río de montaña, se movía casi sin meandros. En verano el gradiente se debilitaba, y el río hacía ligeros meandros que mantenían el anticiclón de Azores, con alguna que otra invasión de aire del norte que generaba tormentas. Las invasiones grandes ocurrían según se desplazaba el chorro hacia el sur, arrastrando aire del norte en altura sobre el Mediterráneo: las gotas frías.
El calentamiento del Polo Norte
Hoy el Polo esta muy caliente. La situación de invierno equivale a la de hace décadas de verano. La situación de punto de máximo gradiente en verano se sitúa sobre Escocia, o entre la frontera entre Canadá y los EE. UU. y Alaska. Y el gradiente esta muy debilitado, porque con el Polo caliente, la diferencia de temperaturas con los trópicos es pequeña. La temperatura del Polo ha aumentado, pero la de los trópicos se mantiene porque allí que hay mucha agua: el calentamiento produce más evaporación, pero no aumenta la temperatura.
Un gradiente pequeño produce un río de aire débil, con enormes meandros. Por eso se ha generado esa cúpula de calor en la frontera entre la Columbia Británica en Canadá y los estados de Washington y Oregón en los EE.UU. Por eso tenemos en España semanas de calor, con calima, es decir, viento que viene cargado de polvo del Sáhara, seguidas por semanas de aire fresco del norte y noroeste, como las semanas del 14 al 20 de junio y del 21 al 27 de junio. Algo similar ocurre en los inviernos, con semanas cálidas, “raras para ser febrero” y semanas heladas.
Estos son los efectos del calentamiento de las regiones polares del hemisferio norte.
Pero, ¿cuál es la causa de este calentamiento?
Seguro que lo han adivinado: el cambio climático, el calentamiento global producido por las emisiones salvajes de CO₂. Los combustibles fósiles nos han dado una riqueza inimaginable, pero esa riqueza no es más que disponibilidad de energía. Hemos gastado en 200 años la que el planeta había empleado 30 millones en acumular. Aunque mucha de esa se perdió, estamos viviendo ahora unas 1 000 veces mejor que antes del año 1800.
Pero todo tiene su precio, y el precio de esta riqueza es el calentamiento del planeta. Un calentamiento pequeño en términos de grados centígrados, pero inmenso en términos de kilovatios hora añadidos a los océanos, al suelo y a los hielos.
Sabemos que tenemos que frenar ese calentamiento, detener el cambio climático. Y da la casualidad de que tenemos todas las herramientas necesarias para hacerlo. ¡Pero no lo estamos haciendo!
La curva de aumento de la concentración de CO₂ ha seguido invariable a pesar de la pandemia. Los países del globo se comprometieron en París a reducir las emisiones, pero ha quedado en papel mojado.
Hay una tremenda resistencia al cambio por parte de las personas. Es esto lo que debemos mejorar.
*Este artículo fue publicado originalmente en The Conversation.
*Antonio Ruiz de Elvira Serra, autor y catedrático de Física Aplicada en la Universidad de Alcalá.