La carne magra -pollo, pavo o conejo- se ha revitalizado en popularidad desde que la OMS lanzara en 2015 su alerta sobre el potencial carcinógeno de la carne roja y procesada. Como su nombre indica, las carnes magras acumulan menos grasa que las de animales como la ternera, el cerdo o el cordero, y por eso se pueden consumir de tres a cuatro veces a la semana según las recomendaciones nutricionales. Además, el impacto medioambiental de su producción es menor, algo siempre a tener en cuenta.
Pero como prácticamente todo lo que tiene que ver con nuestra alimentación, los extremos son raramente recomendables. Basar nuestra dieta en la carne magra es una buena manera de perder peso, pero pretender subsistir únicamente a base de ella es inviable para el ser humano. Puede provocarnos una condición conocida desde la antigüedad, la inanición cunicular (del latín cuniculus, conejo). Los síntomas son angustiosos: un hambre insaciable nos llevaría a comer carne sin parar mientras nuestro cuerpo se envenena y deteriora por la falta de calorías.
También llamada "hambre de conejo" (rabbit hunger), es un mal propio de situaciones en las que los seres humanos ven restringidas sus fuentes de alimentación de forma radical. Pero no es descabellado llegar a ese extremo con la proliferación de dietas que prescriben limitaciones taxativas de lo que comemos, como la controvertida Dukan que arranca con una semana a base de carne de aves de corral. Basta que tengamos poco gusto por el pescado o los huevos como complemento para sentar las bases de la inanición cunicular, al privarnos de la reserva calórica que aporta un consumo básico de grasas.
Curiosamente, la evolución del hombre y el "hambre de conejo" están estrechamente ligados. Así lo explica Jonathan Silvertown, profesor de Ecología evolutiva en el Institute of Evolutionary Biology de la Universidad de Edimburgo, en su libro Cenando con Darwin: Tras las huellas de la evolución en nuestros alimentos [Crítica]. Con el tono ameno y didáctico que domina la obra, Silvertown organiza un banquete para nuestros ancestros, empezando por la famosa australopitecina Lucy, y se pregunta qué servirles. Sabe que no podían comer únicamente carne, porque el Homo evolucionó rodeado de pequeños animales de carne magra en la sabana africana.
"Cualquier dieta viable debe proporcionar tanta energía como proteína, y aunque la carne magra ofrece suficiente de esta última, es una fuente pobre en calorías, ya que digerir proteína y convertir parte de ella en glucosa consume energía y libera poca. La gente que obtiene más de aproximadamente un tercio de sus calorías a partir de carne magra pronto desarrolla "inanición cunicular", un mal padecido por los primeros exploradores americanos que intentaron sobrevivir solo de los animales pequeños que podían cazar".
El mal del cazador
Efectivamente, la intoxicación cunicular se ha descrito entre los pueblos nativos de Norteamerica: cuando solo había conejos silvestres que cazar y faltaba carne de alce, castor o pescado, los indios sufrían diarrea, dolores de cabeza, lasitud y una pulsión por comer hasta llenar el estómago sin recuperar fuerzas con ello. "Consumir solo carne magra no proporciona suficientes calorías, y provoca que la gente coma aún más carne, si esa es toda la comida disponible, en un vano intento por satisfacer su apetito. Esto luego conduce a una intoxicación por carne", explica Silvertown.
Así se produce el envenenamiento: "Consumir carne en exceso se vuelve tóxico debido al excedente de aminoácidos producidos cuando la proteína se digiere y sobrepasa la capacidad del hígado para eliminarlos. El hígado convierte el exceso de aminoácidos en urea, que luego es eliminada del torrente sanguíneo a través de los riñones, pero estos también pueden saturarse por exceso de urea. Estos problemas pueden evitarse si hay una suficiente proporción de grasa en la dieta, pues esta suministra las calorías faltantes, complementando la demanda de glucosa y ayudando a satisfacer su apetito antes de comer demasiada carne".
La inanición cunicular también se ha documentado en episodios como la trágica expedición polar liderada por Adolphus Greely en 1881 en el Ártico canadiense y de la que solo regresaron con vida siete miembros de 25 cuatro años después. Cuando se quedaron sin víveres, solo pudieron cazar liebres árticas. En cambio, los pueblos inuit [esquimales] de la misma región sobrevivían comiendo únicamente carne: la clave está, más allá de determinadas adaptaciones genéticas, en que comían animales árticos abundantes en grasas como las focas, lo que les proporcionaba un enorme aporte calórico y les saciaba antes de sufrir el envenenamiento por proteínas.
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