“Miércoles, nueve y media de la noche. Me encuentro sentada en el sofá cenando mientras veo la televisión. Antes de acabar con lo que tengo en el plato, ya estoy pensando en ir a la cocina a por algo más. ¿Una ensalada? ¿Algo de fruta?"
"No, no me apetece nada de eso. Más bien un bollo o unas patatas fritas de bolsa. El caso es que no debería tener mucha hambre porque he comido bien, pero noto la necesidad de comer y comer más”.
¿Le ha ocurrido algo parecido en alguna ocasión? Sería obvio pensar que, si queremos comer, es porque tenemos hambre. Sin embargo, esta no es la única causa por la que comemos.
Está claro que comer es un acto fisiológico necesario. Ahora bien, el deseo de comida puede estar influido por muchas causas. La mayoría de ellas no son fisiológicas, sino emocionales.
En los simples actos de seleccionar alimentos y comer influyen varios factores que todos conocemos. Pueden ser el hambre, el apetito (antojo), la disponibilidad del alimento… Sin embargo, también influyen las emociones, el estado de ánimo, la sensación de estrés o ansiedad e incluso el aburrimiento.
En estas ocasiones, buscamos canalizar esa emoción comiendo (pensando que tenemos hambre). Al fin y al cabo, los nutrientes hacen que el cerebro secrete varias sustancias que producen placer, como la dopamina o la serotonina.
Es más, no solo interviene nuestro cerebro. Actualmente se considera que el estómago es nuestro “segundo cerebro”, pues produce y almacena el 90% del total de la serotonina de nuestro cuerpo .
Al final, aprovechamos cualquier oportunidad para comer alimentos que nos producen sensaciones de bienestar o “felicidad”. Estos suelen ser muy calóricos y ricos en grasas y/o azúcares, que refuerzan en mayor medida la sensación de placer.
¿Es importante cambiar?
En principio, no tenemos por qué considerar esto como un problema. La cosa cambia si se convierte en una rutina. En este momento comenzaríamos a depender de la comida para satisfacer nuestras necesidades emocionales.
Además de que fisiológicamente hay una afectación obvia, a nivel emocional existen consecuencias graves. Es precisamente en este nivel donde se encuentra la raíz del problema.
Por ello, es un hábito al que tenemos que prestar atención, de cara a poder modificarlo. Algunas de las causas son que puede conducirnos a tener sobrepeso u obesidad o a desarrollar otros trastornos alimenticios severos, perjudicando nuestra salud.
¿Qué podemos hacer?
Existen ideas sencillas que pueden ayudar a manejar este hábito:
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Lo mejor es evitar comprar alimentos que pueden acabar siendo ingeridos de manera impulsiva (como bollería o snacks). Estando estos en casa, es más probable que se consuman. Si sentimos enfado o tristeza, mejor posponer la idea de ir al supermercado hasta que las emociones hayan vuelto a la normalidad.
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Llevar un diario de comidas. Anotar lo que se come, cuánto, cuándo, qué se siente al hacerlo y cuánta hambre se tiene. Con el tiempo, podríamos encontrar patrones que revelen la conexión entre nuestro estado de ánimo y la comida.
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Mantener el estrés bajo control. Si el estrés conduce a la alimentación emocional, probemos con técnicas como el yoga, la meditación o la respiración profunda. Escuchar música puede ser una estrategia alternativa a la ingesta emocional.
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Aprendamos a evaluar si es hambre física o emocional. Si hemos comido lo suficiente y hace relativamente poco, es probable que no tengamos hambre. Dar tiempo hasta que se pase o buscar algo que hacer sin relación con la comida, como deporte, llamar a las amistades, ver una película, leer, navegar por internet o escribir puede ser de ayuda.
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Es importante comer prestando atención a los olores, texturas, colores de los alimentos… Descubrir nuevas sensaciones nos alejará de la idea de una comida compulsiva. También prestar atención a cuándo se come, en qué lugar o la velocidad que se emplea. Disfrutar plenamente del acto de comer es fundamental.
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Si sentimos la necesidad de picar entre comidas, mejor un tentempié saludable. Por ejemplo fruta fresca, vegetales con un aderezo bajo en grasa, nueces o palomitas de maíz sin mantequilla, yogurt sin grasa, tostadas o tortitas integrales con queso fresco… En definitiva, recurrir a la comida real y evitar los ultraprocesados.
Al lograr pequeñas metas, mejorará la autoconfianza y podremos continuar con otros cambios importantes en la alimentación. También es importante registrar los avances y reconocer los éxitos diarios.
Como dijo el jurista y gastrónomo francés Jean Anthelme Brillat-Savarin, “dime lo que comes y te diré lo que eres”. Por lo tanto, no utilice la comida para regular sus emociones. ¡Disfrútela de manera saludable!
* Este artículo fue publicado originalmente en The Conversation.
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doctora en Psicología y Psicóloga General Sanitaria de la Universidad Internacional de Valencia.