Por su aspecto, Marco podría haber sido el típo muchachote de instituto en una serie estadounidense: corpulento y deportista, dedicaba varias horas todos los días al béisbol por lo que, excluyendo algo de sobrepeso, podría haber pasado por el epítome de la salud adolescente. Por dentro, la situación era muy distinta: cuando lo trataron, los doctores Michael Goran y Emily Ventura de la Universidad de California descubrieron que había desarrollado hígado graso, una gravísima enfermedad hepática. El motivo: los 100 gramos diarios de azúcar que ingería en forma de zumos, refrescos y bebidas isotónicas que creía que necesitaba para su actividad física.
El caso del joven californiano ilustra el drama de la obesidad infantil en occidente: solo EEUU adelanta a España en este mal epidémico, en el que el azúcar cumple un triste papel protagonista. Los españoles consumen una media de 111,2 gramos de azúcar al día, una cantidad que cuadriplica los 25 gramos que recomienda la Organización Mundial de la Salud (OMS); los estadounidenses alcanzan el paquete y medio de azúcar a la semana, en producto ultraprocesados que muchas veces no sospechan que lo llevan.
El caso de Marco es paradigmático, porque los efectos del azúcar son más graves en las edades más tempranas, y hay azúcares añadidos peores que otros. La fructosa de las bebidas a las que era adicto es especialmente dañina para los intestinos y el hígado: se convierte "directamente en grasa" al alcanzar las vísceras, según explican Goran y Ventura en el libro que ahora publican para educar en habítos saludables, Stop Azúcar (Grijalbo).