En 1945 Alexander Fleming, Howard Florey y Ernst Chain recibieron el Premio Nobel de Medicina por el descubrimiento de la penicilina, el primer antibiótico de amplio espectro de la historia. Poco después del hallazgo, se dieron cuenta y advirtieron de la facilidad con la que las bacterias podrían desarrollar tolerancia a ese nuevo remedio en el caso de ser utilizado de forma inadecuada.
Setenta y seis años después, la resistencia bacteriana a los antibióticos se ha convertido en un desafío para la humanidad. Actualmente, existen bacterias que son capaces de resistir casi a todas o incluso a todas las opciones terapéuticas aprobadas para su tratamiento. En consecuencia, algunas infecciones comunes se han vuelto muy difíciles o, incluso, imposibles de tratar.
Ante esta situación, la comunidad científica está estudiando sustancias, formulaciones o principios activos utilizados antes de la era de los antibióticos. La miel es uno de ellos. No en vano, los egipcios, griegos y romanos utilizaban la miel no solo como alimento, sino también con fines terapéuticos. Pero ¿qué secretos esconde esta sustancia dulce y pegajosa?
Miel contra bacterias
La miel presenta unas características particulares y una variedad de sustancias que han sido sugeridas como elementos clave responsables de su potencial antimicrobiano. Por un lado, el alto contenido en azúcares (principalmente glucosa y fructosa, aunque también otros azúcares minoritarios), combinado con un bajo contenido en agua, hacen de la miel un entorno desfavorable para el crecimiento y multiplicación de las bacterias.
Sin embargo, varios estudios han demostrado que una "miel artificial" (preparada con una mezcla de azúcares a concentraciones similares a las encontradas en la miel) no es tan eficaz en la inhibición del crecimiento de bacterias. Por tanto, deben existir otros factores que justifiquen su actividad.
La miel es un alimento ácido. En su composición se han identificado más de 32 ácidos orgánicos diferentes (glucónico, acético, cítrico, fórmico, málico, oxálico…) que crean también unas condiciones desfavorables para el crecimiento microbiano.
Por otro lado, también tiene otros compuestos minoritarios con propiedades antibacterianas. Entre ellos destacan los compuestos fenólicos, el metilglioxal (característico de la miel de manuka, aunque también presente en otras variedades en menor proporción), el péptido defensina-1 o el agua oxigenada.
Sí, agua oxigenada, ha leído bien: la miel que no ha sido sometida a tratamientos térmicos contiene una enzima (la glucosa oxidasa) que es incorporada por las abejas cuando están elaborando este delicioso manjar. Esta enzima se activa con una dilución moderada de miel y reacciona con la glucosa, produciendo ácido glucónico y peróxido de hidrógeno (más comúnmente conocido como agua oxigenada).
Cientos de compuestos
La miel ha demostrado, en numerosos estudios in vitro, ser eficaz frente a diferentes bacterias patógenas. Incluso a algunas que ya eran resistentes a antibióticos.
Por otro lado, también se ha demostrado que en tratamientos combinados con antibióticos la miel permite reducir las dosis de estos y es capaz de revertir las resistencias previamente adquiridas a los mismos.
Pero ¿cómo consigue la miel todo esto? Como hemos dicho, es una sustancia muy compleja que contiene cientos de compuestos que causan efectos específicos, distintos y simultáneos sobre varias estructuras o funciones de los microorganismos.
La lucha de la miel
En términos de comprensión de los mecanismos de acción de la miel sobre las bacterias, la mayor parte de las investigaciones se han realizado utilizando miel de manuka. Esta es una de las variedades más estudiadas en el mundo y de las pocas que tienen opciones comerciales de grado médico. Sin embargo, cada vez se realizan más estudios con otras variedades diferentes.
Se ha demostrado que la miel provoca cambios en la morfología y estructura de las bacterias, llegando incluso a romperlas. Todo ello pone en serio riesgo su supervivencia. Por otro lado, la miel también afecta a lo que se conoce como potencial de membrana de la bacteria, un sistema de intercambio de moléculas que permite regular el equilibrio de la bacteria y sus funciones vitales.
Otros mecanismos descritos más recientemente indican que la miel actúa sobre el metabolismo de las bacterias y sobre algunos mecanismos que les permiten desarrollar resistencia a los antibióticos.
En definitiva, que la miel puede ser un potencial agente antibacteriano está ampliamente demostrado, en particular para tratar heridas infectadas o como agente preventivo para evitar la infección de las mismas.
Sin embargo, su uso en medicina presenta limitaciones relacionadas principalmente con su composición y modo de aplicación. Por eso, son necesarios más estudios in vivo que corroboren los prometedores resultados obtenidos previamente in vitro. Sea como fuere, la miel para usos medicinales tiene que ser segura, producida bajo rigurosos estándares de higiene y sin presentar pesticidas u otros contaminantes en su composición.
*Este artículo fue originalmente publicado en The Conversation.
**Patricia Combarros Fuertes es doctora en Veterinaria y apicultora, Universidad de León.