No es casualidad que, cada vez que nuestro cuerpo demanda ingesta de alimentos, se incremente nuestra movilidad y agilidad mental. A lo largo de miles de años de evolución se han potenciado los mecanismos biológicos que aseguran que conseguimos suficientes nutrientes para nuestro organismo.
Concretamente, la demanda alimenticia aumenta la memoria. ¿Por qué? En esencia, porque ayuda a afrontar la falta de nutrientes.
Entre otras cosas, con hambre crece nuestra habilidad para orientarnos en el entorno, denominada memoria espacial. A nuestros antepasados, eso les ayudaba a recordar el camino para llegar a esa planta cargada de frutos, o bien al río del que bebían sus potenciales presas.
La restricción calórica mejora la memoria
Cuando escasean los nutrientes, las primeras en espabilar son las neuronas del hipocampo. Se trata de una estructura cerebral fundamental en nuestra memoria declarativa, que nos permite decir cosas como: “Recuerdo que ayer desayuné café y tostada”. Y también forma parte esencial de nuestra memoria espacial de manera que, cuando se daña, como ocurre en los pacientes con demencia tipo alzhéimer, las personas no recuerdan qué hicieron (memoria declarativa) y se desorientan incluso en entornos bien conocidos como su hogar (memoria espacial).
Pues bien, se ha demostrado que en dietas con restricción calórica el número de neuronas del hipocampo crece y se incrementa su funcionalidad. Esto lo hace especialmente “sensible” a los cambios del entorno por lo que, además de orientarnos mejor, captamos más detalles del mismo. Y claro, resulta más fácil sobrevivir.
Recientemente se ha comprobado que el ayuno intermitente puede revertir los signos de deterioro cognitivo. Para demostrarlo, los investigadores trabajaron durante 36 meses con 99 pacientes ancianos, sometiéndoles a un programa de recorte de calorías. Cuando el programa terminó, no solo perdieron peso y redujeron los niveles de insulina y los signos de inflamación. Además, volvieron a presentar un rendimiento cognitivo acorde a su grupo de edad, dejando atrás todos los signos del deterioro cognitivo incipiente.
Otra ventaja a tener en cuenta es que el hipocampo ayuda a interpretar las sensaciones internas de hambre y coordina la conducta con las necesidades energéticas del organismo. Por eso, los pacientes con daños en el hipocampo (resección hipocampal bilateral) pueden devorar una comida y, si seguidamente se presenta el mismo plato, dar cuenta de él con la misma voracidad. Se podría deducir que con la restricción calórica respondemos mejor a las señales de saciedad.
La sobrealimentación nos hace torpes
Parece indiscutible que la falta de alimentos ayuda a que nuestra memoria funcione mejor. Pero ¿podríamos validar también la tesis contraria? ¿Hay indicios de que la sobrealimentación perjudique el funcionamiento cognitivo? Todo apunta a que sí.
Una revisión reciente sacó a relucir que el aumento del índice de masa corporal está directamente relacionado con una reducción en la materia gris de nuestro sistema nervioso, incluyendo el lóbulo temporal medial, donde se encuentra el hipocampo. Es más, incluso en niños es posible encontrar una relación directa entre los efectos de una alimentación inadecuada (comida basura con alto contenido en fructosa, abuso de alimentos ultraprocesados, etc.) y una reducción del volumen hipocampal.
Así, parece probada la tesis que defiende que la dieta occidental actual, rica en grasas, incrementa los procesos neurodegenerativos y reduce la formación de neuronas nuevas en el hipocampo.
Ya dice el refrán que “el hambre agudiza el ingenio”. De momento tenemos pruebas de que, al menos, agiliza la memoria. Esto no quiere decir que todos debamos pasar hambre. Pero sí deberíamos tener presente que una dieta equilibrada, que evite excesos calóricos, puede ayudar a que nuestro sistema cognitivo funcione de un modo más óptimo.
* Carmen Noguera Cuenca es profesora del Departamento Psicología/ Psicología Básica. Grupo de investigación HUM-891 Investigación en Neurociencia Cognitiva, Universidad de Almería.
* José Manuel Cimadevilla es catedrático de Psicobiología, Centro de Investigación en Salud, Universidad de Almería.
** Este artículo se publicó originalmente en The Conversation.