El termino alemán Kummerspeck es una de esas palabras, como las españolas sobremesa y vergüenza ajena, difíciles de traducir a otros idiomas. Proviene de kummer, pena, tristeza, y speck, tocino o panceta. O sea, significaría algo así como penapanceta y actualmente es utilizada por algunos psicólogos para definir los atracones emocionales, tan frecuentes hoy en día.
¿A qué nos referimos exactamente? Todos nos podemos identificar con esas situaciones en las que el estrés, la ansiedad o la carga de trabajo acumulada influyen, casi siempre de forma negativa, en nuestra dieta. Cuando un mal día acaba con un ataque indiscriminado a la nevera. Y no para atiborrarnos de fruta o verdura, precisamente.
Podríamos hablar de alimentación emocional, entonces, como aquel proceso en el que nuestro estado de ánimo genera conductas alimentarias que pueden dañar nuestra salud.
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En busca de recompensas inmediatas
Esto se debe a que nuestro cerebro busca una recompensa inmediata frente a los déficits emocionales. Alimentos como los que contienen elevadas cantidades de azúcares, sodio o grasas, o potenciadores del sabor como el glutamato monosódico son capaces de enviar mensajes de satisfacción casi inmediatos a nuestra mente. Estos compuestos aumentan, además, la sensación de apetito.
Las causas que provocan hambre emocional son muy variadas. Saber el origen del problema es la mejor forma de comenzar a resolverlo. He aquí algunas situaciones que pueden desencadenarlo:
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Conflictos personales, discusiones con seres queridos y problemas familiares o de pareja. Estas circunstancias pueden generar un vacío emocional importante que se intenta llenar mediante alimentación emocional.
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Estrés, situaciones en las que el trabajo o las obligaciones provocan un agotamiento de los recursos mentales. Especialmente el estrés crónico, que perdura y genera un desgaste emocional intenso, hasta el punto de provocar el síndrome de estar quemado.
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Aburrimiento, que nos hace darle vueltas a las cosas y pensar en exceso. Múltiples estudios relacionan la desmotivación que surge del hastío con la necesidad de buscar estímulos. La ingesta de alimentos puede generar el neurotransmisor dopamina, que compensa esa sensación de vacío.
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La ansiedad y otras patologías mentales como la depresión están íntimamente ligadas con la sobrealimentación emocional. El vacío que generan se intenta llenar con la satisfacción inmediata de la alimentación. En muchas ocasiones se convierte en un círculo vicioso, pues tras el atracón viene el remordimiento y el malestar.
Esta conducta en alza contribuye a agravar un problema de salud global. Según la Organización Mundial de la Salud, la obesidad se ha triplicado desde 1975. En 2016 había un 39 % de adultos con sobrepeso, cifra que sigue aumentando y que a menudo está en el origen de las llamadas enfermedades crónicas no transmisibles: trastornos vasculares, cánceres asociados al sedentarismo, enfermedades respiratorias y diabetes.
Primer paso: identificar el problema
¿Y cómo podemos evitar este tipo de conductas? El primer paso es reconocer cuáles son las causas y los motivos que nos llevan al atracón emocional. Ser capaces de distinguir qué tipo de hambre estamos padeciendo puede ser una buena forma de comenzar:
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El hambre emocional aparece de forma repentina y nos fuerza a darle una solución urgente. Además, es selectiva: demanda unos tipos concretos de alimentos. Y normalmente, como hemos visto, poco saludables. Este tipo de apetito no genera sensación de saciedad, o sea, seguimos comiendo aunque ya no necesitemos alimento. Finalmente, nos deja una sensación de malestar, de culpabilidad, siempre un sentimiento negativo.
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El hambre fisiológica es paulatina, va creciendo gradualmente y puede esperar. No demanda urgencia para saciarla. Atiende a una gama mucho más amplia de alimentos, no es tan “caprichosa”. En el momento en el que se cubren las necesidades, dejamos de comer. La sensación final es de satisfacción, sin sentimientos de culpa.
Maniobras de distracción
Además de reconocer la situación que estamos viviendo, podemos buscar alternativas a esos comportamientos:
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Practicar ejercicio: la actividad física disminuye los niveles de grelina y aumenta las concentraciones de leptina, hormonas directamente relacionadas con el apetito.
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Regular el descanso puede ayudarnos a controlar nuestras emociones y disminuir el apetito emocional.
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Debemos adquirir hábitos de alimentación adecuados. Nuestro cerebro tarda más de 20 minutos en percibir que nuestro estómago está lleno. Comer lentamente nos ayuda a ser conscientes de lo que nos llevamos a la boca y a sentirnos satisfechos antes.
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Finalmente, acudir a un profesional puede ayudarnos a regular nuestra ansiedad y estrés. Puede ser un guía para reconocer cuales son nuestras necesidades, pues nosotros mismos a veces no somos conscientes del problema.
* Iván Fernández Suárez es profesor en el máster en Prevención de Riesgos Laborales. Consultor PRL para Fraternidad Muprespa. Grupo de investigación TR3S-i, Trabajo Líquido y Riesgos Emergentes en las Sociedad de la Información., UNIR - Universidad Internacional de La Rioja.
** Este artículo se publicó originalmente en The Conversation.