Madrid, Madrid, Madrid. En las fechas más castizas, cuando a algunos todavía les dura la resaca de San Isidro, seguro que más de uno se ha dado el capricho de meterse un buen bocadillo de calamares entre pecho y espalda. Es un bocado tan madrileño como el cocido ―aunque lo de los rebozados tenga más de andaluz― y que los turistas no perdonan en su hoja de ruta junto a una caña de cerveza bien fría. Sin embargo, venimos a dar una malísima noticia: este bocata ya no existe o, al menos, no es el que nos venden en los bares por 5 euros.
Sentimos romper la ilusión, pero la mayoría de las veces que nos tomamos un bocadillo de calamares a la romana nos están dando gato por libre. Es decir, nos están dando pota o potón del Pacífico, dos sucedáneos del calamar que permiten que los bocatas se sigan vendiendo a 5 euros y no a 15 porque son materias primas más baratas, con precios más competitivos en el mercado, que suelen venir congeladas y ya anilladas, y a las que les añaden sustancias que reblandecen su carne para que sea más tierna.
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Empezamos por la pota (Illez argentinus), que es una de las grandes impostoras de la hostelería e incluso, si no somos muy ávidos, también de los supermercados. Es importante que cuando compramos esos paquetes que ponen anillas, nos fijemos realmente de qué son, puesto que guardan un parecido visual con los calamares, pero es lo mismo. Es verdad que también es una fuente de proteínas de alta calidad, con todos los aminoácidos, suponiendo el 17% de su composición. Aportan unas 80 calorías por cada 100 gramos y solo tienen un 1% de grasas.
Pota y potón, menos apreciados
Sin embargo, aunque no es menos saludable, sí se considera un alimento menos valorado, más inferior gastronómicamente hablando y suele comercializarse ultracongelado, con lo que no tampoco sería fresco. Para darle ese aspecto similar al calamar se somete a un proceso industrial donde se le añaden agua y fosfatos que consiguen ablandar su carne y que ofrezca una textura parecida. De hecho, Pescanova tuvo que cambiar el etiquetado de sus anillas de pota, como informó la Organización de Consumidores y Usuarios (OCU).
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Otro de los gatos que nos dan por liebre en estos bocadillos es el potón del Pacífico, Dosidicus gigas, un molusco cefalópodo al que también se le llama jibia gigante o calamar de Humboldt debido a sus grandes dimensiones. Se pesca en el Pacífico, entre las costas de México y Perú, y pueden llegar a medir 4 metros y a pesar 65 kilos. Sus tentáculos se pueden confundir también con pulpos pequeños, pero su sabor, textura y propiedades nutricionales son dispares. Se comercializa, asimismo, congelado o ultrarrefrigerado.
¿Es sano este bocadillo?
Sabiendo que lo más probable es que no estés comiendo bocadillo de calamares si no te rascas el bolsillo un poco, tenemos que decirte que estos bocatas tampoco son el paradigma de la dieta saludable. Por un lado, el pan que se emplea suele estar elaborado con harina refinada y no con la integral de grano entero, con lo que estamos ya consumiendo un alimento muy desaconsejado por los nutricionistas que está conectado con patologías cardiovasculares y enfermedades como la diabetes, la obesidad e incluso el cáncer.
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El calamar, por su parte, destaca según la Fundación Española de Nutrición (FEN) por ser fuente de proteínas, minerales y vitaminas, destacando el fósforo o la B12, de la que aporta prácticamente el 100% de la cantidad diaria recomendada. Aun así, también tiene aspectos negativos a tener en cuenta: es el cefalópodo que aporta un mayor contenido en colesterol al organismo, por encima de la sepia o el pulpo. Si a esto le añadimos el rebozado y la propia fritura, llegamos a la conclusión de que tiene que ser un capricho ocasional.
¿Calamares en Madrid?
Sí, es extraño que el bocadillo de calamares sea uno de los bocados madrileños con más fama, pero todo tiene su explicación si nos remontamos en el tiempo. Antes de la llegada del ferrocarril, era imposible que el pescado llegase fresco a Madrid porque tardaba más de una semana desde cualquier lugar de la costa. No obstante, la demanda era elevada, sobre todo teniendo en cuenta que la Iglesia establecía férreos calendarios, como en Cuaresma, en los que se prohibía el consumo de carne y era necesaria una alternativa proteica.
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Llegaban pescados conservados junto a bloques de hielo, siendo especialmente importado el besugo, que aguantaba mejor los viajes; pero también se ponían ahumados o en salazón. Fue en el siglo XIX cuando el ferrocarril mejoró las comunicaciones y empezó a llegar una mayor variedad de pescados que, aun así, no tenían el mismo sabor porque les faltaba frescura. En esa época, fueron muchos los andaluces que emigraron a la capital, que se llenó de tascas y restaurantes.
Esas dos circunstancias, sumadas a que los rebozados del pescaíto frito camuflaban ese gusto que empezaba a ser algo rancio, obraron el milagro y vieron que el pan era el acompañamiento perfecto para ellos porque no tienen espinas. Así, ya en la época de los 50 del pasado siglo, este plato ya era todo un clásico en Madrid, de forma muy especial en los establecimientos que se ubicaban en los alrededores de la Plaza Mayor, donde continúan sirviéndolos a su clientela.
¿Los mejores? En casa
Si nos sentimos decepcionados por el engaño, no queremos pagar 15 euros por un bocadillo de calamares de verdad ni tampoco renunciar a él, lo mejor será que nos remanguemos y lo hagamos en casa siguiendo, eso sí, los consejos de un chef andaluz: Dani García. Para la receta necesitamos 400 gramos de calamar limpio, cerveza, harina de trigo, dos huevos, un diente de ajo, limón, aceite de oliva virgen extra, un laurel, sal y aceite de oliva para freír. Y pan, por supuesto.
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Después de limpiar los calamares y cortarlos en anillas, se marinan con un ajo machacado, el laurel, AOVE y zumo de limón, dejándolas reposar en esa mezcla de mortero durante media hora. Separamos mientras las claras de las yemas y las montamos a punto de nieve con una pizca de sal. En otro bol pondremos la harina, las yemas batidas, sal y 50 mililitros de cerveza que batiremos hasta conseguir una papilla homogénea.
Será entonces cuando incorporaremos las claras montadas y saquemos los calamares de la marinada, escurriéndolos muy bien antes de rebozarlos en la mezcla. Freímos en aceite muy caliente a fuego medio-alto y en tandas de pocas unidades para evitar que baje la temperatura y que se peguen, así estarán menos grasientos. Cuando estén dorados, se van retirando y dejando escurrir en un colador grande para que expulsen en exceso de grasa. Una vez escurridos, abrimos el pan y ya tenemos nuestro ansiado bocadillo.
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