De pequeña no me gustaba el tomate. De haber sabido que el nombre viene de tomatl, que en azteca significa "fruto con ombligo", igual lo hubiera mirado con mejores ojos. Hasta que un día, siendo un poco más mayor, me vi forzada por las circunstancias a probar un jugoso y dulce tomate. ¡Menos mal! ¡Lo que me había perdido todo este tiempo! Desde entonces lo incluyo en mi dieta casi cada día en distintas formas. Como deberíamos hacer todos, y les voy a contar por qué.
El tomate es botánicamente una fruta –aunque se consuma como hortaliza–, redonda, con ombligo y de color rojo. Y es precisamente esta última característica lo que lo convierte en un alimento muy interesante a nivel nutricional.
En general, una dieta equilibrada y saludable debería incluir alimentos –sobre todo, frutas y verduras– multicolores. El cromatismo de los vegetales viene dado por unas sustancias, los polifenoles y los carotenoides, que cubren el espectro desde el amarillo (del limón) al morado (de la berenjena, por ejemplo).
Pues bien, el tomate es rojo porque contiene gran cantidad de estos compuestos, aunque hay distintas variedades con diferentes colores que tienen mezclas distintas de polifenoles y carotenoides.
Al margen de su aspecto, se trata de un alimento estable, pues puede estar en la nevera entre una y dos semanas sin que sus propiedades se alteren. Hay una excepción: si está abierto, no es recomendable tenerlo más de 24 horas en refrigeración. Además, a nivel culinario, es un producto muy versátil, pues se puede comer de mil formas, crudo o cocido, en platos fríos o calientes. Y está buenísimo.
Bocados de salud cardiovascular
Volvamos ahora a sus beneficios para la salud. En este aspecto, lo más destacable es que –más allá de aportarnos vitaminas y minerales, esenciales para el normal funcionamiento del organismo– el tomate nos ayuda a prevenir las enfermedades cardiovasculares.
Estas patologías, la principal causa de muerte en el mundo, normalmente son causadas por un cúmulo de grasa en las arterias, lo que se llama aterosclerosis. El consumo de tomate, ya sea crudo, en salsa o en sofrito, mejora el perfil lipídico (colesterol y triglicéridos) y disminuye la concentración de compuestos inflamatorios relacionados con la aparición y progresión de la aterosclerosis.
Como hemos visto anteriormente, los compuestos bioactivos potencialmente responsables de los efectos beneficiosos del tomate son los polifenoles y los carotenoides. Y estos se absorben más cuando el tomate se consume cocido con una base de grasa, en el contexto de la dieta mediterránea.
En este sentido, parece que los efectos antiinflamatorios y antioxidantes del consumo de tomate son mayores cuando se consume cocido con aceite de oliva, que es precisamente cuando se asimilan más los citados compuestos.
También se ha observado que las personas con diabetes –con más posibilidades de sufrir enfermedades cardiovasculares– tienen una menor carga aterosclerótica y, por tanto, un menor riesgo cardiovascular cuando consumen mayores cantidades de tomate, independientemente de la forma de cocinarlo o presentarlo en el plato.
¿Y lo mejor de todo? El licopeno, que también ejerce un efecto antiinflamatorio y antioxidante. Casi exclusivo del tomate, es uno de los pocos compuestos en los alimentos que se absorbe mejor si nuestro protagonista está triturado, como en el gazpacho o el salmorejo, o cocido, como en un sofrito o en salsa de tomate.
Por todo lo dicho, podemos afirmar que el tomate, especialmente cocido o con aceite, es un alimento redondo. ¡Y con ombligo!