Se propagan de boca en boca y no tienen por qué ser ciertos. En torno a la nutrición, como a otras parcelas, hay una cantidad notable de mitos. Algunos no están totalmente equivocados; otros son relativamente verdaderos, pero omiten datos. Y están los que se eternizan en el acervo popular sin una conclusión científica que lo confirme.
En la comida hay opiniones para todos los gustos y teorías que se creen a pies juntillas sin contrastar, en ocasiones por culpa de las fórmulas publicitarias que usan las marcas. Pongamos algunos ejemplos: la grasa es mala, la leche vegetal es mejor que la animal o algo un poco más especializado que implique remedios o causas de una enfermedad.
Para ver si de verdad todo esto que tenemos en nuestra cabeza es cierto o no, algunos especialistas han desgranado algunas de estas creencias. Y han tratado de complementar información o desmentir lo falso. Hay elementos que se repiten de generación en generación y no dan lugar a dudas de sus bondades: valen como reflejo esas glosas perpetuas a las propiedades de una dieta rica en fruta y verduras o las que ensalzan la alimentación mediterránea.
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Sin embargo, hay otras que no son del todo correctas. Una de ellas, bien extendida, dice que las frutas y verduras frescas siempre son más saludables que las variedades enlatadas, congeladas o secas. No es así: a pesar de la creencia persistente de que "lo fresco es lo mejor", las investigaciones han descubierto que las frutas y verduras congeladas, enlatadas y secas pueden ser tan nutritivas como las frescas.
"También pueden ahorrar dinero y una manera fácil de garantizar que siempre haya frutas y verduras disponibles en casa", exponía Sara Bleich, directora saliente de seguridad nutricional y equidad en salud del Departamento de Agricultura de EEUU, en The New York Times. Sí que habría que tener un poco de cuidado con los daños colaterales: algunas variedades enlatadas, congeladas o secas contienen ingredientes ocultos, como azúcares agregados, grasas saturadas y sodio.
Otro mito es aquel que determina de todas las grasas son malas. En 1940 se cimentó la idea de que la grasa propiciaba colesterol y mayor riesgo de enfermedades cardiovasculares. En los ochenta, se ratificó la teoría, pero se pusieron en duda las evidencias. El doctor Vijaya Surampudi, profesor asistente de medicina en el Centro de Nutrición Humana de la Universidad de California en Los Ángeles, puntualizaba que, como consecuencia de este mito, muchos fabricantes alteraron las grasas para introducir carbohidratos refinados, como la harina o el azúcar.
Y eso, en lugar de adelgazar, favoreció la obesidad. En realidad, añadía Surampudi, no todas las grasas son malas: si bien ciertos tipos, incluidas las grasas saturadas y trans, pueden aumentar el riesgo de padecer afecciones como enfermedades cardíacas o accidentes cerebrovasculares, las grasas saludables, como las grasas monoinsaturadas (que se encuentran en los aceites de oliva y otros aceites vegetales, los aguacates y ciertas nueces y semillas) y las grasas poliinsaturadas (que se encuentran en los aceites de girasol y otros aceites vegetales, nueces, pescado y semillas de lino) ayudan a reducir el riesgo.
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El peso depende de las calorías: si se consumen menos de las que se queman, se adelgaza. Si es al revés, se engorda. Bueno, pues no tiene por qué ser verdad. El doctor Dariush Mozaffarian, profesor de nutrición y medicina en la Escuela Friedman de Ciencias y Políticas de Nutrición de la Universidad de Tufts, rebatía en el diario estadounidense que más que el número de calorías, habría que fijarse en el tipo de alimentos.
Los ultraprocesados (como los snacks, los cereales, las galletas saladas, las barritas energéticas, los productos horneados, los refrescos o los dulces) pueden ser particularmente perjudiciales para el aumento de peso, ya que se digieren rápidamente e inundan el torrente sanguíneo con glucosa, fructosa y aminoácidos, que son convertidas en grasa por el hígado. En cambio, lo que se necesita para mantener un peso saludable es pasar de contar calorías a priorizar una alimentación saludable en general: calidad sobre cantidad.
Hay alguno más concreto, como que quien tiene diabetes tipo 2 no debería comer fruta. Aquí habría que distinguir entre tomar un jugo, con un alto contenido en azúcar que se filtra corriendo en el torrente sanguíneo, y comerla entera, con fibra y unas propiedades que no solo pueden incluso otorgar un menor riesgo de desarrollar diabetes o incluso que ayudan a mantener los niveles del azúcar en sangre.
Por último, existe otro clásico: la leche vegetal es más saludable que la leche de vaca. Existe la percepción de que las leches de origen vegetal, como las elaboradas con avena, almendras, arroz o chufa, son más nutritivas que la leche de vaca. "Sencillamente no es cierto", alegaba Kathleen Merrigan, profesora de sistemas alimentarios sostenibles en la Universidad Estatal de Arizona y exsubsecretaria de agricultura de Estados Unidos, en la publicación citada.
Según esta experta, habría que ver lo relativo a las proteínas: normalmente, la leche de vaca tiene alrededor de ocho gramos de proteína por taza, mientras que la leche de almendras suele tener alrededor de uno o dos gramos por taza y la leche de avena suele tener alrededor de dos o tres gramos por taza. Si bien la nutrición de las bebidas vegetales puede variar, añadía la doctora, muchas tienen más ingredientes agregados (como sodio y azúcares agregados, que pueden contribuir a una mala salud) que la leche de vaca.