El farro, conocido también como emmer, es un cereal ancestral que ha sido cultivado durante milenios. Se cree que es uno de los primeros granos cultivados en la historia de la agricultura, hace más de diez mil años, específicamente en Egipto. Desde el país de los faraones dio el salto a la antigua Europa. Tanto en Grecia como en Roma, el farro se utilizaba para elaborar pan.
De hecho, la palabra italiana farina (harina) está relacionada con el farro, con el que se elaboraba un pan reservado solo para las personas adineradas, mientras que los menos afortunados debían conformarse con el pan de centeno. Como miembro de la familia del trigo, el farro pertenece a la especie Triticum dicoccum y es rico en proteínas, fibra y calcio. Es considerado uno de los granos más saludables.
Parte de su fama deriva de que forma parte de la dieta cotidiana de los muy longevos habitantes de la isla griega de Icaria. Situada en el mar Egeo, un estudio desarrollado en 2009 determinó que el 13% de los icarianos incluidos en su estudio tenían más de 80 años. Esta cifra contrastaba notablemente con la población mundial, donde solo alrededor del 1,5% alcanza este hito de edad, y aún menos en comparación con aproximadamente el 4% en América del Norte y Europa.
La recuperación y expansión a mayor escala de este cereal se produjo en Italia, donde comenzó a usarse como una alternativa más saludable a la harina con la que se elabora la pasta. También puede emplearse de manera similar a la harina de trigo en la elaboración de pan, pasta y repostería. Otra forma de consumir el farro es en forma de grano. Para cocinarlo, se debe hervir durante unos 30-35 minutos en agua salada. Posteriormente, puede utilizarse en ensaladas o como guarnición para acompañar platos de carne o aves con sabores intensos.
Fibra y muchos minerales
Sus valores nutricionales apuntan a los múltiples beneficios para la salud que su consumo puede suponer. Así, 100 gramos de farro cocido en agua sin sal aportan 335 calorías y contienen aproximadamente 10 g de agua, 15 g de proteínas, 2,5 g de lípidos, 67 g de carbohidratos, 58 g de almidón, 2,7 g de azúcares solubles, 7 g de fibra -el doble que el kiwi-, 18 mg de sodio, 440 mg de potasio, 43 mg de calcio, 0,7 mg de hierro, 420 mg de fósforo, niacina (o vitamina B3).
Una de sus principales características es ese alto contenido en fibra. Se estima que con solo unos 100 gramos se puede lograr cerca del 40% del requerimiento diario de fibra. Como sabemos, este nutriente es indispensable para nuestro bienestar, ayudando en la reducción del colesterol, previniendo el estreñimiento, estabilizando los niveles de glucosa e insulina en sangre e incluso reduciendo el riesgo de ciertos cánceres. Como parte negativa, este alto contenido en fibra hace que para muchos sea menos refinado y agradable que la harina de trigo.
No podemos olvidar su alto contenido en minerales. El trigo farro es particularmente rico en niacina y ácido pantoténico, vitales para el metabolismo, la salud de la piel, la función digestiva y el mantenimiento del sistema nervioso. También es una excelente fuente de magnesio, crucial para la salud ósea, la síntesis de proteínas, la función inmunológica, la función muscular y la señalización nerviosa. Además, contiene selenio, un antioxidante que apoya el bienestar general.
Por último, hay que resaltar su reducido índice glucémico, motivo por el cual introducirlo en la dieta es una excelente forma de mantener niveles estables de azúcar en sangre. Su liberación lenta y constante de glucosa ayuda a regular de manera efectiva los niveles de glucosa e insulina en sangre. Esta característica lo convierte en una opción ideal para personas que buscan prevenir complicaciones de salud a largo plazo asociadas con desequilibrios en el azúcar en sangre. De hecho, un estudio publicado en 2014 sugirió que el farro, junto con otros granos antiguos como la espelta, el einkorn y el centeno, podría retrasar el inicio de la diabetes tipo 2.