A mediados de la década de 1990, parecía que el mundo se iba a quedar libre de enfermedades relacionadas de alguna forma con el mal funcionamiento de un gen. No sólo íbamos a acabar con el cáncer - al que se sabía que algunas mutaciones favorecían- y con el VIH -infección de la que una mutación protegía- sino, por supuesto, íbamos a decir adiós a todos los trastornos hereditarios asociados a genes que funcionaban mal durante generaciones y que se transmitían a familias completas con uno u otro patrón durante siglos, monarquía incluida.
Sin embargo, el boom de la terapia génica se acabó casi tan rápido como había llegado. Pronto dejó de protagonizar titulares, se asoció a efectos secundarios adversos, se vio que no iba a ser tan segura como prometía y quedó un poco en el cajón de la investigación básica. Se seguía hablando, y mucho, de curar con los genes y fueron los años del desarrollo del CRISPR-Cas9, que todavía tiene muchas noticias que dar y que puede incuso suponer el tercer Nobel de Medicina para España en unos años.
Pero lo que es la terapia génica, el introducir un gen en la sangre de un paciente enfermo y librarle así de su enfermedad es algo que, hasta ahora, se ha conseguido muy pocas veces y con enfermedades muy minoritarias. En 2000, la revista Science se hacía eco de un estudio en el que se logró acabar con una severa inmunodeficiencia genética en dos pacientes franceses.
Diecisiete años después, la terapia génica vuelve a pisar con fuerza y lo demuestra en el congreso más importante de enfermedades de la sangre, el de la Sociedad Estadounidense de Hematología, que se celebra estos días en Atlanta. El pistoletazo de salida lo dio un trabajo publicado este sábado en una de las biblias de las revistas médicas, The New England Journal of Medicine y presentado simultáneamente en la reunión.
La hemofilia, el trastorno de las familias reales por excelencia en la antigüedad -por aquello de su tendencia a emparentarse entre sí- se ha curado por primera vez con terapia génica. Seis hombres de siete han conseguido evitar las transfusiones recurrentes que necesitan los enfermos de este tipo, con todos los efectos secundarios que supone tener que inyectarse sangre nueva cada dos semanas. El éxito ha sido, además, en la hemofilia de tipo A, justo la que parecía que iba a tardar más en beneficiarse de estos avances, según un editorial que acompaña a la publicación del estudio.
Otras enfermedades
Pero éste no es el único éxito de la terapia génica del que se escuchará hablar en el congreso. Otras enfermedades de la sangre, insidiosas porque afectan casi desde el nacimiento y porque no existen muchas alternativas para su tratamiento, parecen también verse beneficiadas de este tipo de aproximación.
Es el caso de la beta talasemia, un grupo de síndromes hereditarios que causan anemia que oscila en gravedad pero que puede llegar a condicionar seriamente la vida de los niños afectados. Un estudio italiano presentado en el congreso ha demostrado que la terapia génica puede ser una alternativa al trasplante de médula ósea, la única opción curativa hasta la fecha y no asequible para todos los afectados, que se enfrentan además a la posibilidad de un rechazo o de desarrollar la llamada enfermedad de injerto contra huésped, que puede ser mortal.
Pero en el ensayo clínico -aún de las primeras fases de la investigación- se ha conseguido casi curar a 10 pacientes, tres adultos, tres adolescentes y cuatro pediátricos. El mayor éxito se ha dado precisamente en este último grupo, donde tres de los cuatro niños han podido olvidarse de las transfusiones para -de momento- siempre.
Se ha hecho mediante la recolección de células madre de la sangre periférica que se extrae de los pacientes y se arregla en un laboratorio gracias a la ayuda de un virus que inserta un gen correcto donde reína uno que funciona mal. "Nuestro estudio sugiere que la terapia génica puede corregir la enfermedad y hacer que los afectados no dependan de las transfusiones", explicó la autora principal del estudio, la investigadora del San Raffaele Hospital (Milán) Sarah Marktel.
En 1977 y muchas sobremesas después, los telespectadores han llorado viendo a John Travolta interpretando a El chico de la burbuja de plástico. El dramón televisivo es sin embargo muy real para las pocas familias con niños afectados del síndrome de inmunodeficiencia combinada severa (SCID), muchos de los cuales no llegan a la edad que representaba Travolta en el telefilme.
Son niños que nacen completamente normales y que, a los pocos meses, empiezan a experimentar infecciones. La solución: aislarles completamente de cualquier patógeno, de ahí su apelativo de niños burbuja. Sin tratamiento, los pequeños sucumben a las infecciones y pueden estar muertos a la edad de dos años. La mejor terapia disponible, el trasplante de células madre, funciona pero, incluso con él, un 30% de los niños fallece a los 10 años.
Por esta razón, es muy esperanzador el estudio presentado en Atlanta sobre el uso de terapia génica para su tratamiento. De nuevo, se trata de introducir un gen bueno donde reína uno malo y, de nuevo, se utiliza un virus para hacerlo. En este caso, además, una versión inactivada del VIH, el virus del sida.
Los resultados no han sido tan espectaculares como en los dos trabajos anteriores, pero los siete niños en los que se ha probado la nueva terapia se han beneficiado de ella. La clave -para hablar de éxito absoluto- está en que estos pacientes sean capaces de beneficiarse de las vacunas, algo impensable hasta la fecha y que justo ahora están evaluando los investigadores.
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