Para detener la pandemia solo hace falta una cosa: que durante la ventana de tiempo en la que un infectado puede transmitir la enfermedad a otras personas, no lo haga. Sobre el papel, esta medida es sencilla; en el mundo real, es extremadamente compleja de implementar.
¿Cómo podemos conseguir ese objetivo, tan simple y a la vez tan difícil? De muchas maneras. Por ejemplo, limitando los contactos entre personas, como hicimos a través del confinamiento. También podemos reducir la probabilidad de contagio en las interacciones existentes, mediante mascarillas y distanciamiento. Una tercera vía es la inmunización, mediante vacunación o mediante la llamada inmunidad de grupo natural.
La inmunidad de grupo se basa en la idea (puramente estadística) de que cuando un número suficientemente alto de personas han superado la enfermedad, su transmisión se frena. Esto es así porque cada enfermo se encuentra con un número menor de personas susceptibles de ser contagiadas (porque muchas ya son inmunes).
¿Es viable esta estrategia? ¿Se puede implementar a nivel regional, nacional o incluso global? La idea no es nueva. Desde el inicio de la pandemia algunos países se opusieron a las medidas para frenar los contagios. Al final, el colapso sanitario de la primera ola les hizo cambiar de opinión.
En las últimas semanas, sin embargo, parece que la memoria está empezando a flaquear. Probablemente debido a la amenaza de una crisis económica devastadora, la hipótesis de la inmunidad de grupo ha renacido de sus cenizas.
Un grupo de expertos publicó el 4 de octubre la declaración de Great Barrington, en la que rechazan las medidas de confinamiento y distanciamiento por sus consecuencias sociales y económicas. Defienden que la mayor parte del mundo debería “vivir con normalidad” hasta alcanzar la inmunidad de grupo. La fracción de la población más vulnerable debería, según ellos, autoaislarse durante este período. A esta estrategia la han bautizado como “protección focalizada”.
Otro grupo de expertos respondió rápidamente en contra de esta declaración publicando el manifiesto John Snow, que toma su nombre del considerado padre de la epidemiología moderna. Para ellos, la búsqueda de la inmunidad de grupo es una pésima idea.
Estos son los motivos:
Millones de muertos
La letalidad del SARS-CoV-2 no se sabe a ciencia cierta y, además, depende del momento y la población observados. Aun así, estimaciones conservadoras rondan el 0,6 % de infectados fallecidos, lo que implicaría que, si la inmunidad de rebaño es del orden del 60-70%, morirían unas 200.000 personas en España. Zas, ¡Santander o Castellón eliminadas del mapa! Eso sin mencionar las secuelas de muchos de los pacientes que consiguen sobrevivir.
Además, el colapso sanitario debido al alto porcentaje de enfermos que requiere hospitalización implicaría que no solo sufrirían los pacientes de Covid, sino también de otras patologías que no podrían recibir la atención necesaria.
Esto acarrearía profundas consecuencias sociales y económicas. Incluso sin apelar a la inmunidad de grupo, la mortalidad colateral al Covid tendría dimensiones inadmisibles.
Por si esto fuera poco, tendríamos otro problema.
Falta de certeza
Para que se consiga la inmunidad de grupo necesitaríamos entre un 60 y un 70 % de la población que sea inmune a la vez. No sólo que no enferme, sino que tampoco pueda transmitir el virus a otros.
Sin embargo, no conocemos aún cómo funciona la inmunidad ni cuánto dura. Los anticuerpos, que son la parte de la respuesta inmune que más hemos estudiado, desaparecen a los pocos meses, sobre todo en los casos leves.
Además, sabemos que las reinfecciones son posibles, lo que podría ser un obstáculo insalvable para la obtención de la inmunidad de grupo.
Falta de ética
Es extremadamente difícil aislar de manera efectiva a los ancianos y grupos vulnerables (¿No podrían recibir ninguna visita y estarían condenados a vivir en soledad? ¿Qué sucede con el personal de las residencias? ¿Cómo nos aseguraríamos de que ellos no lleven el virus a sus lugares de trabajo? ¿Los aislaríamos también?).
Además, no es tan sencillo definir a la población vulnerable: muchos jóvenes, aparentemente sin patologías previas, han sufrido casos graves de Covid, y no tenemos ninguna manera de identificar a esta población en riesgo: podría ser cualquiera. De hecho, atendiendo a los datos de exceso de mortalidad, durante la primera ola el 25% de los excesos ocurrieron en personas menores de 65 años.
Matemáticas discutibles
Típicamente, la inmunidad de grupo se calcula como (1-1/R₀)x100), donde R₀ es otro concepto que ha entrado en nuestras vidas durante la pandemia: el llamado número reproductivo básico. Pero estas estimaciones se basan en modelos simplificados que, no sólo no permiten hacer predicciones precisas, sino que ignoran el papel de los superpropagadores. De tal modo que ni siquiera tenemos garantías de que si se infecta un 80 % la epidemia se detenga y no afecte al 20 % restante.
Si estas claves son tan claras, ¿por qué resurge el apoyo a la inmunidad de grupo?
En la mayoría de los países se vive en un estado de restricción continua o bajo la sombra de un nuevo confinamiento masivo. Esta amenaza se suma a la impresión de que todo el esfuerzo realizado en los meses anteriores ha sido en vano, o a la angustia de puestos de trabajo perdidos o en riesgo. El deseo de recuperar la normalidad se ve alimentado también por una economía dañada que impone una presión cada vez más intensa para buscar soluciones alternativas.
Sin embargo, las consecuencias de dejar a la pandemia evolucionar sin control serían aún más devastadoras que el efecto de las medidas. Necesitamos diseñar estrategias racionales que protejan tanto la salud pública como la economía y nuestro estilo de vida.
Esto solo puede hacerse mediante un debate ético sobre la responsabilidad individual, un clima de convivencia y comunidad, transparencia total sobre los datos de evolución de la pandemia) y los motivos que apoyan las decisiones tomadas.
En resumen: datos, ciencia y prudencia. Debemos seleccionar las medidas que más se adecúen a nuestros objetivos, pero no imponer ninguna sería la peor idea de todas.
*Sara Lumbreras es profesora e investigadora en el Instituto de Investigación Tecnológica, Universidad Pontificia Comillas
**Mario Castro Ponce es Profesor e Investigador en la Escuela Técnica Superior de Ingeniería (ICAI), Universidad Pontificia Comillas
*** Este artículo fue publicado originalmente en The Conversation.