No es fácil sacar conclusiones respecto a un virus completamente nuevo que tiene una parte innegablemente azarosa en su comportamiento. Otra cosa es que sea oficio del periodista sacar conclusiones, y no lo es: solo aventurar posibilidades futuras a partir de datos pasados. La bajada de casos es constante en España desde hace tres semanas. También lo es la de hospitalizaciones desde hace dos y la de camas UCI y fallecidos desde la semana pasada.
Todo marcha bien con medidas que no se parecen a las de marzo o abril: los colegios permanecen abiertos en todo el país, el trabajo es presencial en buena parte del mismo y la hostelería, aun asfixiada por las restricciones, también sobrevive en la mayoría de las comunidades autónomas.
Se ha evitado el confinamiento domiciliario y no hay nada que nos indique que la situación vaya a cambiar a corto plazo. No sería tan optimista como para pensar que esta bajada se va a solapar con la vacunación masiva. No sería tan optimista ni como para dar por hecha una vacunación masiva y efectiva cuando no hay aún una vacuna que haya sido aprobada por las agencias internacionales, solo esperanzadores resultados de pruebas internas.
El rumor que corre entre los expertos es ahora el de una tercera ola en enero. Coincidiría con la resaca de las fiestas navideñas y la época de mayor frío… y con el levantamiento progresivo de las medidas puestas en vigor durante buena parte del otoño. Utilizando la metáfora de Tomás Pueyo, estaríamos ante un nuevo 'baile' solo que sin martillo previo.
El asunto es cómo llegaríamos a ese momento o, de no haber repunte -que no tiene por qué haberlo necesariamente-, cuánto tiempo más vamos a estar con miles de muertos al mes y los hospitales funcionando a todo gas. Lo bueno es que, al menos en España, tenemos experiencia previa y no vamos a ciegas.
No ir a ciegas, insisto, no implica conocer el futuro, simplemente ayuda a prepararse mejor para lo que pueda venir. Lo que distingue nuestro país de otros es que aquí, aparte de la primera ola de primavera y la segunda ola de otoño, llegamos a tener un período intermedio que no sabemos ahora cómo calificar porque no fue uniforme ni en el tiempo ni en el espacio.
Durante el mes de julio y buena parte de agosto vimos aumentos importantes en la incidencia en regiones como Navarra, País Vasco, Castilla y León, La Rioja y, sobre todo, Cataluña y Aragón. En septiembre vimos un repunte peligrosísimo en Madrid, que ya venía asomando desde agosto.
¿Cómo calificar ese período entre "olas"? Es irrelevante. El caso es que se combatió con armas muy parecidas a las que estamos usando ahora para combatir este repunte de otoño y está por ver si el resultado final es el mismo. Cuando Aragón tuvo a finales de junio y principios de julio los brotes en Huesca ligados en principio a los llamados "temporeros" y relacionados con las pésimas condiciones de alojamiento que soportaban, puso buena parte de la provincia en Fase 2.
Cuando Cataluña vio que el brote se extendía hacia Lleida y, en concreto, la comarca del Segrià, consiguió un permiso judicial para hacer un confinamiento perimetral y restringir la movilidad. No tuvo tanto éxito cuando lo intentó con el área metropolitana de Barcelona pero sí se cerraron discotecas y se limitaron aún más determinados aforos. En Navarra, León o determinados barrios de Bilbao, se tomaron medidas similares.
Ahora bien, ¿tuvieron el mismo éxito que el confinamiento de marzo? Obviamente, no. Ojalá todo fuera tan fácil. Vamos a quedarnos con los ejemplos de Aragón y Cataluña porque fueron las comunidades más afectadas y siguieron evoluciones distintas. En Aragón, se pasó de una incidencia de menos de 10 casos por 100.000 habitantes el 15 de junio a los 62,91 un mes después… a la explosión de 569,47 de mediados de agosto, por entonces una catástrofe.
A partir del 12 de agosto se observa una remisión del crecimiento y empieza a bajar la incidencia… y con la incidencia, va de suyo, los hospitalizados y fallecidos. Las medidas sirvieron para empezar septiembre con más o menos la mitad de contagios, una bajada bastante radical en apenas dos-tres semanas, pero que se mostró insuficiente. Aragón no completó el trabajo reduciendo su incidencia hasta los 10 casos de mediados de junio ni hasta los 60 de mediados de julio.
Las medidas sirvieron para contener, desde luego, pero no para eliminar. El virus siguió transmitiéndose a menor velocidad hasta que, casi de un día para otro, llegó la famosa ola de otoño. El 2 de octubre, Aragón presentaba una incidencia acumulada de 361,86, ligeramente por encima del punto más bajo de contención. Un mes después, estaba en 1.127,04, cifra a partir de la cual ha ido bajando hasta los 468,89 actuales.
La duda es razonable: si Aragón vuelve a quedarse en una base estabilizada ("meseta", en la terminología habitual) similar a los 250-300 de septiembre, ¿estará preparada para evitar en enero una explosión como la de octubre? Lo mismo puede preguntarse respecto a Cataluña, cuya evolución, decíamos antes, fue distinta. Cataluña acabó julio en torno a los 10-15 casos cada 100.000 habitantes, ligeramente por encima de Aragón, y alcanzó un máximo de 158,15 el 4 de agosto.
En resumen, partiendo de una base más alta, llegó a un tope más bajo y antes que sus vecinos aragoneses. Ahora bien, ahí no hubo bajada. Aunque era una meseta más "cómoda" y sin duda meritoria, se prolongó demasiado tiempo: un mes después, seguía por encima de 150… y para primeros de octubre, aún no había bajado de 200. La segunda ola le dio de lleno: el 5 de noviembre, la incidencia llegó a 742,42. Multiplicó prácticamente por cuatro su número de contagios como lo multiplicó Aragón en esas mismas fechas.
Una comunidad subió y bajó para volver a subir y la otra se estancó antes y a un nivel más bajo para explotar al mismo ritmo en la segunda ola. ¿Puede ser esta la situación en el resto de España? Por supuesto, cada comunidad es un mundo en ese sentido: Madrid lleva más de dos meses bajando, aunque aun así sigue en 271,72, más o menos la cifra de Aragón cuando esto empezó.
Cuando se dice que conviene bajar la transmisión por debajo de los 25 casos por 100.000 habitantes, se dice en buena parte por esto. Es imposible bailar sobre clavos. Madrid necesitaría bajar al menos hasta 50-75, pero al ritmo actual quedaría aún en torno a un mes y medio o dos meses. Si se confirma la tercera ola de enero, llegaría apurado.
El resto del país está en peor situación. Sí, la incidencia acumulada ha bajado a gran velocidad desde los 529,4 del lunes 8 de noviembre. Un poco más de dos semanas después, estamos en 362,4. Ahora bien, si los 271,72 de Madrid parecen muchos, la situación nacional requiere lógicamente de más esfuerzos y más sostenidos.
A veces, abusamos de la abstracción de los porcentajes y los promedios y nos olvidamos de las cifras totales: en el total de España, 100 casos por 100.000 habitantes son 47.000 personas infectadas cada dos semanas. De esas 47.000, lo normal es que mueran entre 500 y 1.000. Cada dos semanas, insisto. Si subimos a 200, pues doblamos también el número de defunciones y así sucesivamente.
Algunas comunidades ya han decidido echar atrás algunas de sus medidas de cara a la temporada navideña. Lo normal es que eso detenga la bajada y nos lleve a un nuevo escenario de contención, en el que nos mantengamos durante un cierto tiempo, en el mejor de los casos, en el nivel conseguido. Si es una incidencia de 200, ya digo, unos 2.000-4.000 muertos al mes.
Si a partir de ahí hay un nuevo rebrote en enero y se multiplica por cuatro como vimos en Aragón y Cataluña en la transición de verano a otoño, la situación sería trágica y la vacuna ahí no nos salvaría de nada, llegaría tarde. Este no es un escenario definitivo ni es una predicción apocalíptica, es una posibilidad que habría que tener en cuenta y valorar cuando se habla de relajar restricciones o se cae en determinadas complacencias. Los hechos pasados no determinan los futuros, pero ignorarlos sería temerario.