Nuestro cerebro funciona según la relación causa-efecto. A cada efecto, le buscamos una causa anterior, a ser posible sencilla y que podamos explicar y entender sin problemas.
Del mismo modo, a cada acción del presente le proyectamos unas consecuencias en el futuro, una marca. Es nuestro sistema de alerta, lo que nos ha hecho sobrevivir durante siglos.
La imaginación como signo evolutivo, que diría el catedrático de Antropología Felipe Fernández-Armesto. El problema es que este método de comprensión de la realidad no siempre funciona. Es una herramienta maravillosa pero en ocasiones no se adapta bien al contexto y menos aún cuando el contexto es una pandemia.
Por ejemplo, cuando los casos se multiplicaron en Estados Unidos justo después de Acción de Gracias, todos convenimos en que había una relación entre las cenas familiares y el repunte a los cinco-seis días.
Tenía sentido, desde luego, pero que algo tenga sentido no debe considerarse como prueba suficiente. Puede que Acción de Gracias influyera en la transmisión del virus y puede que hubiera otros factores igual de determinantes.
Del mismo modo, en España hemos venido a culpar a comportamientos algo irresponsables el rebrote observado en determinadas comunidades autónomas a partir del puente de la Constitución. No creo que ayudaran, pero se me queda corta como única explicación: la tendencia ya era mala en Baleares, Canarias, Madrid y Cataluña antes del 4 de diciembre. Quizá el éxodo masivo a casas rurales y segundas residencias, a bares y comercios, se limitó a acelerar algo que hubiera pasado de todos modos.
En ese mismo sentido, todo el mundo habla de una tercera ola provocada por nuestro incivismo navideño. Para empezar, necesitamos aclarar determinados conceptos y ninguno más importante en este artículo que el de “tercera ola” como tal. No es lo mismo que esas palabras las diga un virólogo analizando los datos dentro de diez años a que las diga un periodista.
En un contexto divulgativo, “segunda ola” o “tercera ola” se utilizan demasiado alegremente para dar a entender que viene una mala racha, que va a haber un aumento fuera de lo normal en casos, hospitalizados y fallecidos. También convendría matizar ese incivismo navideño del que hablaba. Yo no lo he visto. Habrá existido, pero no lo he visto. Si luego la cosa se complica y la culpa la volvemos a tener los ciudadanos, convendrá recordarlo.
Ahora bien, la misma idea de que uno puede tomar medidas contra una epidemia y levantarlas en días puntuales sin que pase nada es contradictoria. Si las medidas se toman es porque son útiles, porque funcionan o al menos porque así lo creen las autoridades. No tiene sentido hacer excepciones y pedir por favor a la gente que no las aproveche.
Las cenas de Nochebuena y las comidas de Navidad muy probablemente provoquen un repunte en unos cinco-siete días. Si será un gran repunte o no, lo veremos pronto. Dónde más y dónde menos, imposible de prever. Sería un enorme error, sin embargo, pensar que todo lo malo que nos espera viene de ahí.
Las reuniones de Navidad podrían haberse evitado, sí, pero la dinámica ya era mala en términos nacionales el 23 de diciembre y especialmente en regiones como Comunidad Valenciana, Cataluña o Madrid. Tal vez si se produce un repunte, simplemente sea por la evolución natural de la epidemia y no por ninguna causa de comportamiento humano. La idea de que si nos portamos bien, todo va a ir bien y que si algo va mal es porque nos hemos portado mal puede ser muy atractiva, pero no es real.
Así pues, sí, lo normal es que haya un pequeño repunte en los datos a finales de diciembre y principios de enero. Puede incluso que ese repunte aumente después de Reyes, pero si vemos de verdad una “tercera ola” o algo parecido a lo que vimos en octubre en toda Europa y buena parte de España, no se explicará solo por cenas y comidas de San Esteban.
Llega el invierno, llega el frío y partimos de una transmisión base altísima, de un número de contagios que supera los 250 casos por 100.000 habitantes cada 14 días. Eso es más del doble del umbral de alerta y los umbrales se fijan por algo, no son caprichosos. Sabemos que el virus no es estacional porque se ha mostrado letal en otras estaciones más allá del invierno y en climas que no son fríos ni secos. Su capacidad de adaptación es tremenda. Dicho esto, no sabemos si, pese a todo, el virus es especialmente peligroso en invierno. Otros coronavirus lo son, desde luego. Incluso el virus de la gripe lo es.
En un año en el que la gripe prácticamente ha desaparecido del planeta, en buena parte por las medidas higiénicas que estamos tomando, no sería descabellado pensar que el nuevo coronavirus tome su lugar y “explote” en enero y febrero aprovechando el frío extremo. Hemos tenido una segunda ola en España pese a disfrutar de uno de los otoños más suaves meteorológicamente hablando en mucho tiempo. ¿Qué pasará cuando el frío sea tal que ni un radiador alivie la estancia en las terrazas?, ¿qué pasará cuando el único recurso para verse sea quedar en el interior de un domicilio o cuando pasear al trabajo o a la escuela sea un disparate y decidamos coger el metro o el autobús? No tenemos las respuestas pero podemos intuirlas. Estaremos más tiempo juntos con conocidos o desconocidos en estancias cerradas, mejor o peor ventiladas. Ese es un cuadro de alerta.
El año pasado, como prácticamente todos los años, vimos un pico en casos de gripe que llegó en torno a las semanas 2 y 8, es decir, desde principios de enero a finales de febrero. Es verdad que luego llegó el coronavirus y puede que hubiera una infradetección, pero como se puede ver en el gráfico superior, la tendencia de la temporada 2018-2019 fue muy similar.
Si el pico de la gripe, vacunas incluidas, llega en enero y febrero con unas incidencias nacionales en torno a los 200-300 casos por 100.000 habitantes partiendo de menos de 25 en octubre-noviembre, creo que es lógico pensar que en 2021 podemos encontrarnos con algo parecido en lo que respecta a la pandemia por coronavirus. Una multiplicación de casos independiente del comportamiento humano.
Si todo esto se produce, entonces sería cuando empezáramos a ver la cresta de la tercera ola. Otra cosa es que la ola ya lleve tiempo formándose y en espera, que es muy probable. Las incidencias son altísimas e intolerables y aun así no se percibe una especial preocupación. Venimos de un otoño donde han muerto unas 20.000 personas y nadie se ha planteado un funeral de estado ni un minuto de silencio.
Es probable que lo peor esté por llegar pero no es seguro, claro. Y desde luego que las reuniones navideñas influirán, pero será imposible saber hasta qué punto. Recordemos el principio del artículo: las verdades lógicas las necesitamos en nuestro cerebro para avanzar, pero la realidad es más compleja que eso. Puede que, sorprendentemente, el frío no ayude a la propagación del virus, que junto a la gripe se vaya la Covid-19 también, que el ritmo de vacunación sea suficientemente alto como para mitigar la transmisión…
En cualquier caso, si en los próximos días ven datos favorables en forma de ligeras subidas pero no alarmantes, si les insisten en que los datos son buenos, que todo quedó en nada, desconfíen.
Dense un tiempo, esperen. La cresta de la tercera ola debería llegar en torno a la segunda semana de enero y puede que antes haya alguna pequeña tregua. Si les regalan un caballo de madera, no lo metan en su casa, lo más probable es que sea una trampa.
Ponemos tanto el foco en los comportamientos individuales durante las fiestas y en la responsabilidad porque es lo que está en nuestras manos, pero, aparte, está la propia naturaleza y en este caso hay demasiadas cosas que no sabemos.
Si todo esto va a acabarse en verano -no es probable, seguirá de una forma más llevadera-, mejor sobrellevar el invierno y la primavera con los cinco sentidos puestos. Confiamos en que los tsunamis se han acabado, pero eso no quiere decir que no podamos aún mojarnos de lo lindo.