Una de las imágenes del año fue la del joven tenista español Carlos Alcaraz saliendo a las calles de Melbourne tras dos semanas de cuarentena hotelera, quitándose la mascarilla y sumergiéndose entusiasmado en el ajetreo de la noche australiana. Si la libertad es algo, debe parecerse mucho a eso.
En Australia, hace tiempo que las mascarillas no son obligatorias porque el virus apenas circula por el país. Su política de 'Covid cero' ha conseguido que solo se hayan contabilizado tres defunciones relacionadas con el coronavirus desde el 29 de octubre de 2020. De hecho, en Australia, apenas hay necesidad de vacunas. Su control de fronteras y el repliegue inmediato ante el más mínimo amago de rebrote ha bastado.
El resto el mundo ha tenido enfoques distintos, como no podía ser de otra manera. Desde los que ya estaban acostumbrados a las mascarillas de entrada -prácticamente todo el sudeste asiático- hasta los que lo consideraban algo grotesco -buena parte de Estados Unidos y algunas zonas de Europa y Latinoamérica-.
En todo occidente, la mascarilla ha sido un elemento de defensa, pero no en todos lados ha sido obligatoria: en Reino Unido, por ejemplo, no pasaba de ser una recomendación para los espacios interiores. En el exterior, era completamente optativa, y ahora mismo se reserva prácticamente en exclusiva para los transportes públicos y en recintos sanitarios.
Lo mismo puede decirse de Estados Unidos, donde cada estado ha hecho aquí de su capa un sayo y es curioso hasta qué punto algo tan aséptico se ha convertido en una cuestión de lucha política. Los estados demócratas fueron los primeros en decretar la obligación de llevar mascarillas en lugares públicos mientras los republicanos se han mostrado muy reticentes a tomar medidas semejantes.
De hecho, el expresidente Donald Trump esperó hasta el 12 de julio para aparecer en público por primera vez con una mascarilla y siempre se mostró desdeñoso de su utilidad.
De hecho, la política de "mascarilla obligatoria", al menos en recintos públicos, ha sido algo muy de Europa central, y conforme avanza a pasos agigantados la campaña de vacunación masiva, los países se van preparando para volver a la normalidad facial.
Para ello, es necesario que se den varias condiciones: un porcentaje alto de vacunados y una baja incidencia, siempre por debajo del umbral del riesgo alto (150 casos por 100.000 habitantes). España ya está prácticamente ahí, pero otros países como Alemania o Italia rozan los 200 mientras que Francia directamente supera los 300.
Y, sin embargo, Francia y Alemania se han adelantado a sus vecinos mediterráneos a la hora de suavizar la postura respecto al uso de las mascarillas: en el país presidido por Angela Merkel se decidió ya en enero que las mascarillas solo tenían sentido en lugares cerrados.
Y también que, para que fueran realmente eficaces, tenían que ser FFP2, las mismas que Fernando Simón calificó en España como “egoístas” el verano pasado sin distinguir entre las que tienen válvula -una minoría que no protege tanto al resto del contagio- de las que no la tienen -la inmensa mayoría-.
En Francia, la mascarilla siempre ha sido obligatoria en recintos cerrados, pero no así en los exteriores, donde ha dependido de las autoridades locales. De cara a este verano, el ministro de Sanidad francés espera poder levantar prácticamente todas las restricciones, aunque avisa: "Dependerá del ritmo de vacunación y de la transmisión del virus. En cuanto sea posible, se anunciará, no tardaremos ni un día más".
Así pues, España e Italia quedan prácticamente como excepciones a la hora de obligar a sus ciudadanos a llevar la mascarilla en recintos abiertos, incluso en playas desiertas o durante excursiones campestres. La mascarilla protege del contagio pero para ello tiene que haber riesgo de contraer el virus, es decir, como mínimo tiene que haber alguien más cerca.
La regla de oro de principios de la pandemia era “se tendrá que llevar cuando no sea posible la distancia de seguridad de dos metros”. Es cierto que las dudas acerca de la transmisión por aerosoles, que ahí siguen, hace que esa regla no sea tan válida. Los contagios pueden producirse incluso a diez metros de distancia o cuando el infectado acaba de abandonar un espacio. Ahora bien, casi todos los estudios al respecto, hablan de recintos cerrados.
Contagiarse por aerosoles en un espacio abierto es una hipótesis casi descartable. Sí podría recomendarse el uso de mascarilla cuando se junte mucha gente en un lugar pues ahí el contagio puede ser directo por contacto. Entra dentro del sentido común que, si estoy tosiendo o con síntomas, me ponga una mascarilla. Tampoco conviene gritarle en la cara a nadie.
Del mismo modo, liberalizar el uso de la mascarilla no implica que sea obligatorio no utilizarla. Si alguien sigue teniendo dudas al respecto y quiere protegerse, libre será de hacerlo. Otra cosa es que ese temor deba hacerse extensivo al resto de la población.
¿En qué momento podría España plantearse al menos la retirada de la obligación de llevar mascarilla en exteriores, tal y como anunció el propio Fernando Simón en rueda de prensa el pasado lunes? De entrada, ya digo, viendo que en Francia y Alemania ya son más abiertos que nosotros en esta cuestión, tampoco pasaría nada por retirar inmediatamente la obligación en espacios públicos abiertos en los que no haya contacto directo con nadie.
De hecho, es probable que el uso de mascarilla incluso en la conversación callejera con no convivientes o en las terrazas deba quedar en el terreno de la recomendación. Lo contrario, además, sería incontrolable. ¿Puede eso disparar los casos si se hace mal? Todo lo que se hace mal es un riesgo en medio de una pandemia, pero no nos podemos quedar bloqueados ante cualquier nuevo paso por miedo a que sea un paso en falso.
Por supuesto, habrá que estar especialmente atentos, pero si se explica suficientemente bien cuándo y dónde es recomendable el uso de estos tapabocas -en interiores, convendría aún exigirlos- no debería notarse diferencia notable con respecto a la situación actual.
Si el criterio tiene que ver directamente con la vacunación y la transmisión, bueno es que miremos a Israel. El país hebreo, de los más veloces en vacunar pero que sufrió también una de las peores olas en invierno, obligando a un nuevo confinamiento de buena parte de su población, esperó al 20 de abril de este año para levantar la prohibición en lugares abiertos.
¿Cuál era su situación en aquel momento? Una tasa de reproducción entre el 0,7 y el 0,8 (en España se mueve en torno al 0,85 aunque hay regiones con más problemas), un 56,98% de la población inmunizada (dos dosis) y 200 casos por día sobre una población de poco más de nueve millones.
Como vemos, España solo está cerca de uno de los tres requisitos, pero queda tiempo aún para el verano y los demás indicadores se acercan al ideal: según los últimos datos publicados por el ministerio de Sanidad, el 15,7% de la población ha recibido ya la pauta completa.
Si tenemos en cuenta que en la última semana hemos visto un aumento de un 2% en el total de inmunizados y que se prevé la llegada de millones de dosis de Pfizer, es probable que ese crecimiento se dispare en las próximas semanas, pudiendo llegar a ese 55-56% antes incluso del mes de agosto. Ahora bien, los datos de los últimos dos días son ligeramente más bajos de lo esperado, así que habrá que ser prudentes a la hora de hacer proyecciones exactas.
En cuanto a los casos detectados, este martes se notificaron 3.988 nuevos contagios, la cifra más baja desde el 12 de agosto. El miércoles, la cifra subió a 6.080, pero es algo normal en miércoles, quedando la incidencia acumulada en 144,56 casos por 100.000 habitantes. De tener que seguir al pie de la letra el ejemplo israelí, tendríamos que esperar a bajar hasta los 800 nuevos contagios diarios.
Quizá sea un criterio muy optimista. En realidad, un 35-40% de inmunizados, más el 10-15% que probablemente siga teniendo anticuerpos por haber pasado la enfermedad previamente, y una incidencia por debajo de los 100 casos por 100.000 habitantes justificarían alguna clase de movimiento respecto a las mascarillas.
Sí es importante, insisto, una labor exhaustiva de pedagogía en cuanto a los recintos internos. Las mascarillas habrá que seguir llevándolas si entendemos que podemos entrar en algún lugar cerrado con más gente. Lo que no hace falta es llevarlas puestas en medio del verano español de manera constante.
También habrá que ver que no haya un pequeño repunte en junio producto del fin del estado de alarma, pero aunque sigue siendo una opción aún no descartable, cada vez parece menos probable. Pronto, Madrid, Barcelona, Bilbao o Sevilla serán como Melbourne o Berlín y, pronto, la ilusión de la normalidad, de la libertad, llenará de lágrimas nuestros ojos.