“Estoy empezando a preguntarme por qué debería recibir la vacuna si esto no ha funcionado ni nos ha librado de vivir con restricciones. Qué situación tan desesperada. La vida parece una completa pérdida de tiempo”. Estas palabras suenan cercanas en unas navidades que la última variante del coronavirus SARS-CoV-2, ómicron, parece empeñada en arruinar. Sin embargo, su autor, un usuario de Twitter, las escribió a principios de junio.
Por aquel entonces muchos británicos esperaban que, gracias a las vacunas, el 21 de junio fuera el “día de la libertad”, una denominación no oficial del fin de las restricciones. Meses antes, en abril, un investigador había llegado a asegurar que la inmunidad de grupo se alcanzaría “el lunes que viene”. Al final, la variante delta retrasó todo al 19 de julio. Tras meses de relativa relajación, Reino Unido se ha visto obligado a restaurar medidas como mascarillas y acelerar el despliegue de las terceras dosis por culpa de ómicron, sin descartar los controvertidos certificados covid.
La decepción británica veraniega nos parece hoy familiar. España ha vacunado al 90 % de su población diana, más de un 80 % de los mayores de 70 años ha recibido su tercera dosis e incluso se ha comenzado a inmunizar a los más pequeños. Hemos hecho los deberes y, sin embargo, los técnicos de salud pública de las Comunidades Autónomas ya temían que las próximas semanas fueran complicadas desde mucho antes de que se descubriera ómicron. La nueva variante no ha hecho más que empeorar sus pronósticos.
Diciembre de 2020: euforia vacunal
“Se ha dado a la comunicación de las vacunas un aire infantil por el que una vez se encuentre la llave mágica todo se acaba. De ser así, habríamos erradicado un buen puñado de enfermedades”, advertía la farmacéutica especialista en gestión sanitaria y acceso a medicamentos Belén Tarrafeta en un reportaje publicado en SINC a finales de 2020, justo cuando empezaban a aprobarse las primeras de ellas.
En otro artículo anterior, varios expertos ya habían pedido un “optimismo prudente” ante las primeras vacunas. En él explicaban que la efectividad en condiciones reales es complicada de medir y requiere tiempo. También aseguraban que reducirían las infecciones y la transmisión, pero no por completo. Desde entonces numerosos expertos han recordado que la pandemia terminará, pero que el virus seguirá circulando.
Nada de esto impidió que Pfizer estimara la efectividad de su vacuna a la hora de evitar infecciones sintomáticas en un 97 % apenas tres meses después de que Israel comenzara su campaña de vacunación. Ni que el director ejecutivo de BioNTech, Ugur Sahin, asegurara que los vacunados no contagiarían. Todo ello contribuyó a generar una necesitada ola de optimismo en la primera mitad de 2021 que ni siquiera los retrasos iniciales en el suministro de las dosis pudieron rebajar.
A punto de comenzar 2022, ¿puede esto provocar un efecto rebote cuando dos dosis no logren poner punto final a ese trauma colectivo que es la pandemia? Un informe publicado por el Centro Europeo para la Prevención y Control de Enfermedades (ECDC) un par de días antes de que conociéramos a ómicron así lo temía.
¿Les hemos pedido lo imposible?
“Las expectativas sobre el poder de las vacunas para poner bajo control rápidamente a la pandemia eran altas a comienzos de 2021. […] Puede desarrollarse una falta de confianza y una menor inclinación a seguir las medidas junto con narrativas potencialmente dañinas de culpabilización”, avisaba el ECDC. “La reintroducción de medidas no farmacológicas puede aumentar el riesgo de que algunas personas concluyan que las vacunas no son efectivas y disuadir a quienes todavía no lo han hecho”.
“Le estamos pidiendo lo imposible a las vacunas”, titulaba ya en septiembre la periodista científica de The Atlantic Katherine J. Wu. En su artículo explicaba que el término “inmunidad esterilizante”, que hace referencia a la ansiada capacidad de las vacunas de la covid-19 de evitar completamente las infecciones, era un “mito biológico”. Un santo grial.
¿Le hemos pedido demasiado a las vacunas de la covid-19, tal y como sugería Wu? “Les estamos pidiendo demasiado porque la pandemia nos ha costado demasiado”, admitía el presidente de la Asociación Española de Vacunología Amós García en una entrevista a SINC publicada en octubre. “Y mira que nos están dando”, añadía en referencia a las vidas salvadas por estos fármacos, que un mes después se estimaban en casi medio millón solo para personas mayores de 60 años en los 33 países de la región europea de la OMS.
“Había unas expectativas alejadas de la realidad en cuanto a cómo iban a funcionar las vacunas”, explica a SINC el médico preventivista Mario Fontán. Cree que estas “se han vendido, y quizá era inevitable que se percibiera así”, como el “último horizonte temporal de la pandemia que nos permitiría cerrar este episodio”. Considera que esta visión “pecaba de solucionismo tecnológico” debido a la elevada carga de la enfermedad.
Que el pesimismo no nos engañe
“Quedarse en el pesimismo de ‘esto no funciona’ es fácil, pero inútil además de falso”, comenta la socióloga de la Universidad Complutense de Madrid Celía Díaz. “Tenemos que darnos cuenta de que no estamos como el año pasado, pero también asumir, por muy duro que sea, que hemos relajado las medidas y que tenemos que seguir haciendo esfuerzos preventivos”. Como el ECDC, teme que se busquen culpables, ya sean los no vacunados… o las propias vacunas.
“Es normal que la sociedad esté ya cansada de pandemia, pero no debemos olvidar que gracias a las vacunas se han evitado un número inconmesurable de muertes”, dice la inmunóloga del CSIC Matilde Cañelles, que considera que hoy nos encontramos a otro nivel. “Hemos avanzado mucho y ahora debemos seguir vacunando para evitar muertes, además de tomar otras medidas de prevención” para limitar los contagios.
“La primera función de las vacunas era evitar el riesgo poblacional de los cuadros graves, con las consecuencias sanitarias, sociales y económicas y las duras decisiones que eso conllevaba”, afirma Fontán. “Eso se ha conseguido con creces”. Como comentaba con ironía un experto en enfermedades infecciosas del Servicio Nacional de Salud británico, “el sistema inmunitario no evolucionó para que dejaras de ser positivo frente a virus respiratorios en una PCR, evolucionó para que no te murieras”.
Herramientas poderosas, no milagrosas
Cañelles piensa que parte del optimismo se basaba en la experiencia de “gran éxito de la vacunación masiva con otras enfermedades como la poliomielitis”. Polio, sarampión, varicela…
Las comparaciones son odiosas: en primer lugar porque, como afirma el viejo dicho virológico, “una vez que has visto un virus, has visto... un virus”. En el caso del SARS-CoV-2, la inmunóloga añade que “es más complicado” al tratarse de una infección respiratoria.
El virus no es comparable a otros a nivel biológico y la escala temporal tampoco. El sarampión fue eliminado de España en 2017 tras décadas vacunando a generaciones enteras, y Europa todavía no lo ha logrado. La vacunación contra la polio empezó en los años 50: en nuestro país, se pasaron de 2.000 casos anuales en 1960 a 62 en 1965. Un éxito, pero no inmediato.
Fontán piensa que el contexto tampoco es idéntico. “Con vacunas como la del sarampión la gente no se infecta y, cuando lo hace, es tan anecdótico que no hay una sensación de que la vacuna haya fallado”. En una pandemia la situación es la opuesta. “Hay una transmisión disparada que afecta a todos los grupos poblacionales”, y el problema es que esta colapse el sistema sanitario.
“La vacuna ha desacoplado el contagio de la enfermedad grave, lo cual era vital para cambiar la manera en la que nos impacta la pandemia”, comenta el epidemiólogo. Por ejemplo, las personas no vacunadas de entre 60 y 80 años tienen 25 veces más riesgo de morir por la covid-19 que aquellas que sí están protegidas.
Las evidencias se actualizan también
Hasta ahora la mayoría de la población ignoraba qué vacunas se ponía, cuándo se combinaban diferentes productos, o si se modificaba la separación entre dosis, su número o volumen. “La gente no necesitaba conocer el funcionamiento de las vacunas antes de la pandemia, simplemente seguía el calendario vacunal”, comenta Fontán.
Desde que empezaron las campañas de vacunación de la covid-19 ha habido numerosos cambios. Algunos países alargaron la separación entre dosis hasta doce semanas. Otros, mezclaron diferentes productos. La vacuna monodosis de Janssen dejó de serlo. La tercera dosis asomó la cabeza, con la posibilidad de una cuarta e incluso un recuerdo anual en el horizonte. Los expertos consultados consideran importante transmitir que todos estos cambios no son algo negativo, sino al contrario.
“La ciencia no nos proporciona grandes verdades inamovibles, ahí se concentra su valor”, explica Díaz. “A pesar de alcanzar consensos, las comunidades científicas no se quedan quietas sino que tratan de encontrar mejores soluciones”. “El hecho de cambiar el discurso se debe a que aparecen nuevas evidencias, cambia el contexto y se tienen en cuenta otros condicionantes, como los socioeconómicos”, añade la socióloga.
Fontán cree importante trasladar que esto “es una fortaleza y no una debilidad”. También en cuestiones de seguridad: “A medida que la potencia estadística aumenta, se detectan cuestiones y efectos adversos que requieran un cambio de protocolo”.
Ómicron no hará más que corroborar esto. Los datos disponibles son todavía demasiado preliminares, pero sugieren que dos dosis no serán suficientes para evitar la infección. Aunque probablemente resistan a la hora de proteger contra cuadros graves y muertes, la nueva variante ha hecho cambiar de opinión a muchos investigadores sobre el uso de terceras dosis en la población general joven y sana. Conforme lleguen nuevas evidencias, podría incluso ser necesario actualizar las vacunas.
Inmunidad de grupo, lo peor entendido
Desde el principio de la pandemia la inmunidad de grupo se entendió como un umbral que, una vez alcanzado, pondría punto final a la crisis. En realidad, esta se parece más a una carrera sin final en la que la meta se mueve constantemente, incluso después de ser cruzada.
El motivo, según explica la biomatemática de la Universidad de Strathclyde (Reino Unido) Gabriela Gomes, es que las epidemias siempre terminan, pero la evolución del virus, la pérdida de inmunidad en la población, permite que este equilibrio virtuoso se pierda y el ciclo empiece de nuevo. Es algo que ya sucede de forma anual con otros virus, como el de la gripe.
“El umbral de la inmunidad de grupo es el porcentaje de población que necesita ser inmune antes de que la epidemia alcance su pico y disminuya”, aclara Gomez. De esta cifra depende su altura: “Sirve para saber cómo de alto puede ser ese pico si no hacemos nada [y dejamos que la gente se contagie], que los decisores políticos valoren la capacidad de su sistema sanitario y decidan cuánto intervenir”.
La investigadora critica que el término fuera usado como un “arma” en lugar de como una “herramienta valiosa” para evaluar las estrategias.
Pero, si la inmunidad de grupo es una carrera sin fin, ¿por qué las vacunas de otras enfermedades, como el sarampión, sí han permitido que este virus deje de causar problemas en países como España? Porque no cumple los postulados de Fox.
En 1983 el epidemiólogo John Fox propuso las condiciones que debía cumplir un patógeno para que se alcanzara una inmunidad de grupo que bloqueara la enfermedad de forma sostenida en el tiempo, a saber:
- que infecte a un único huésped y no a otros animales,
- que se transmita por contacto directo,
- que induzca inmunidad sólida,
- que la población se distribuya al azar.
El SARS-CoV-2, como buen coronavirus, solo cumple el segundo de estos postulados.
“Las infecciones respiratorias agudas tienen obstáculos muy grandes [para alcanzar esa inmunidad de grupo como la del sarampión]", pero se ha confundido este término con el momento “en el que las vacunas reduzcan mucho el impacto asistencial y permitan desactivar algunas medidas", explicaba a ElDiario.es el director del Observatorio de Salud Pública de Cantabria, Adrián Aginagalde.
El virus no desaparecerá
Fontán critica el discurso de que todo el mundo se contagiará en algún momento de covid-19. No porque no sea cierto, ya que esta realidad ha sido defendida por investigadores como el epidemiólogo de la Universidad de Harvard Marc Lipsitch desde antes que la OMS declarara la pandemia, sino porque teme que se utilice para justificar niveles de transmisión tan elevados que resulten insostenibles.
“El problema de la pandemia no es que nos vayamos a contagiar todos, es cómo lo hacemos”, aclara. “No es lo mismo que un número muy importante de la población se contagie [de golpe] y colapse el sistema sanitario, que hacerlo de forma progresiva y con una vacuna”.
Aunque es de esperar que las vacunas sean capaces de evitar un gran porcentaje de hospitalizaciones y muertes con ómicron, el número de personas con enfermedad grave será alto si hay muchas infecciones de partida.
Es por esto que el informe del ECDC citado al principio recomendaba que los países apostaran por una estrategia “y-y” en lugar de “o-o”, en referencia a la necesaria convivencia de las vacunas con otras medidas. Lo contrario, defiende Fontán, es plantear un marco incorrecto: “Las vacunas son una de las mejores herramientas que tenemos para cambiar el impacto de la pandemia, pero eso no significa que sea las únicas ni que hagan magia”.
Díaz recuerda que España es un país afortunado “por su acceso a las vacunas y por su solidaridad a la hora de utilizarlas por el bien común”, por lo que cree que estamos ante un “nuevo marco vacunal”. Aun así, la pandemia es mundial y una de las lecciones de ómicron es que no es buena idea dejar a un continente entero sin vacunar.
“Hay una necesidad de cerrar la pandemia, pero la realidad epidemiológica es tozuda, por lo que cualquier golpe de realidad ahonda en el descrédito y en el cinismo”, lamenta Fontán. “Hay que contextualizar las vacunas en el escenario epidemiológico, no entenderlas en abstracto fuera de él, porque eso agrava las decepciones”.
Las vacunas de la covid-19 nos ponen en una situación envidiable para enfrentarnos a la siguiente fase de la pandemia y es poco probable que una variante cambie eso. Quizá el siguiente paso sea dimensionar los sistemas de salud para que sean capaces de enfrentarse al SARS-CoV-2 cada invierno y que, en 2023, no arruine nuestras Navidades ni las de sanitarios, epidemiólogos y microbiólogos clínicos.