Desde el inicio de la crisis de la Covid-19, cuando ni siquiera el virus tenía nombre, la incertidumbre ha dominado la toma de decisiones. La ciencia, acostumbrada a plazos mucho más largos para emitir consejos, veía que se le demandaban respuestas inmediatas y echó mano de lo que tenía: la experiencia con virus anteriores.
La evidencia generada a lo largo de los meses ha ido soterrando aquellas primeras ideas aventuradas, pero han permanecido en la memoria de los ciudadanos. La relación de la ciencia con las autoridades políticas ha ido tensionándose poco a poco, con una víctima principal: el ciudadano.
Ómicron ha evidenciado la cada vez mayor distancia entre estos tres vértices: ahora que la ciencia tiene respuestas más claras, los políticos parecen tenerlas cada vez menos en cuenta y los ciudadanos se sienten engañados por unos y por otros. Fatiga pandémica y cabreo pandémico han definido anteriores oleadas. Esta parece la de la confusión.
"Los cambios son difíciles de entender", apunta Joan Carles March, profesor de la Escuela Andaluza de Salud Pública. "Hay que explicar bien el porqué de esos cambios, porque nos acostumbramos a un modo de actuar y cuando se introduce un cambio ya no sabemos cuál es la mejor manera de actuar".
Este especialista echa en falta la presencia de expertos junto a las figuras políticas que expliquen las decisiones tomadas. "Con todas las valoraciones diferentes que ha tenido Fernando Simón, creo que es un error no tener a nadie ahora, sobre todo acompañado de otros profesionales de sociedades científicas".
Por eso, March considera que los reticentes cada vez lo van siendo más y alerta de que ese "yoyó" de medidas que vienen y van sin alguien que las explique puede generar una desafección mayor.
Pero… ¿No estábamos al final de la pandemia?
A principios del otoño la gente parecía salir de un extraño letargo: ya no tenían que preocuparse por la Covid. Estaba presente, sí, pero con la menor incidencia en más de un año, parecía que era solo cuestión de tiempo salir de la pandemia si se hacían las cosas bien.
Pero Austria y Alemania dieron el primer aviso: los contagios se disparaban como nunca antes en ambos países. Era su cuarta ola, nosotros habíamos superado la quinta y parece que esta vez no nos tocaba sufrir. Una incómoda sensación se apoderaba de nosotros a medida que los casos comenzaban a subir de nuevo en nuestras fronteras.
Y llegó ómicron. Y llegó el escape inmunitario: ha habido más reinfecciones en el último mes que en toda la pandemia. Los contagios se han disparado a niveles que nos parecen absurdos y la OMS cree que la mitad de la población europea se infectará en las próximas semanas. Parece la vuelta a la casilla de salida.
Pero… ¿Ómicron no era más leve?
Casi al mismo tiempo que se avisaba del peligro de ómicron comenzaron a surgir noticias esperanzadoras. En Sudáfrica, país que dio la voz de alarma, no había tantas hospitalizaciones como con delta. Con el paso de las semanas han ido apareciendo estudios que confirmaban esta levedad, debida sobre todo a que el virus coloniza las vías respiratorias superiores (garganta) pero apenas toca las inferiores (pulmones). Como un catarro, vamos.
Como un catarro que ha causado ya más de 20.000 hospitalizaciones y ha dejado tres millares de muertos en lo que va de sexta ola. Cierto es que la mayoría de ambas cifras se debe a la variante delta, pero las UCI están ya en riesgo muy alto por Covid.
Como no se han cansado de explicar los epidemiólogos, una variante más transmisible acaba siendo más letal que una variante más virulenta. La letalidad de ómicron, la cepa más transmisible de SARS-CoV-2, está en el 0,1%, esto es, que uno de cada mil infectados morirá. En las dos últimas semanas se han infectado más de 1,5 millones de personas. Echen cuentas.
Pero… ¿Las vacunas no eran eficaces?
La quinta ola tuvo la mayor diferencia entre contagios y muertes de lo que habíamos visto de pandemia. Esto se debía a las vacunas principalmente, avisaban los expertos. Esta se convirtió en la baza de los políticos: las vacunas son tan buenas que por sí solas acabarán con esta pesadilla. Y los expertos comenzaron a mover la cabeza en un gesto de preocupación.
A finales del verano se alcanzó el 70% de población vacunada con pauta completa en España. Esta cifra simbólica se tomó como referencia mínima para lograr la inmunidad de grupo basándose en la experiencia con otras enfermedades. Casi desde que aparecieron las vacunas de la Covid, los médicos avisaron que solo era una referencia, que no se podía saber con antelación cuándo se alcanzaría esa inmunidad, pero los políticos vendieron esa meta como una certeza.
Vendidas toscamente como instrumento de solidaridad (si no lo haces por ti, hazlo por los demás), su eficacia relativamente baja para evitar el contagio –su verdadera fuerza está en prevenir la enfermedad grave– sembró la duda en mucha gente escéptica.
La llegada de ómicron, que escapa ágilmente de los anticuerpos generados por la vacuna, y la necesidad de un refuerzo ha elevado la desconfianza en muchas personas. Planteamientos como el israelí, que ya está probando un refuerzo del refuerzo, ha hecho preguntarse a mucha gente: si eran tan buenas, ¿cómo es que tendremos que pincharnos cada 6 meses?
Pero… ¿La mascarilla en exteriores no era superflua?
Quizá el elemento de mayor polémica tras la vacuna ha sido la mascarilla. En los primeros meses de la epidemia la OMS recelaba de ella: decía que generaría una sensación de falsa seguridad y que la gente se relajaría con otras medidas, como la distancia de seguridad o el lavado de manos.
Se debía a que se pensaba que el principal mecanismo de transmisión del virus era el contacto con superficies. Con la mascarilla puesta, las personas podían tocar una fruta en un mercadillo y luego su cara, introduciendo el virus en el cuerpo a través de la mucosa.
El tiempo ha cambiado esa visión a un virus transmitido principalmente por aerosoles, de forma que la mascarilla es muy eficaz en interiores, pero al aire libre se hace innecesaria si se mantiene cierta distancia.
Con el aumento de casos y la amenaza de ómicron, la medida estrella del Gobierno fue la recuperación de la obligación del uso de mascarilla en exteriores. Eso sí, con dos salvedades: la práctica deportiva y los parajes naturales. Si vas solo por la calle tienes que llevarla puesta, pero en una playa abarrotada no hará falta.
"No aporta valor a la disminución de contagios", apunta March, "ni trabaja para una mejor gestión de la pandemia". Durante el tiempo en que no fue obligatoria hubo gente que la llevaba, pero la vuelta al mandato implica que "esto no está superado".
La polémica ha llegado también con el tipo de mascarilla. Era habitual ver a Fernando Simón, director del Centro de Coordinación de Alertas y Emergencias Sanitarias, con una de tela, a veces ni siquiera bien ajustada. Los expertos han dicho por activa y por pasiva que es necesario llevarla bien ajustada ya que los aerosoles pueden penetrar por cualquier hueco, y la alta contagiosidad de ómicron eleva ese peligro, por lo que se recomiendan las FFP2 o las KN95. Para colmo, el control de precios solo ha llegado hasta las quirúrgicas, pero no a estas.
Pero… ¿los tests de farmacia no eran poco eficaces?
Es quizá el mayor ejemplo de desconexión entre expertos y ciudadanos. Los primeros han señalado durante cuatro oleadas (de la segunda a la quinta) que poner tests a disposición del todo el mundo no tenía sentido epidemiológico. Claro que las personas solo querían saber si estaban contagiadas o no, no llevar una vigilancia estricta del coronavirus en su barrio.
Además, los tests de antígenos han sido atacados por su presunta falta de eficacia. Y no por negacionistas, sino por los propios expertos, que señalaban la PCR como altamente específica (poca probabilidad de falsos positivos) y sensible (poca probabilidad de falsos negativos), apuntando los grandes problemas que podrían dar los falsos negativos de los antígenos, muy específicos pero menos sensibles que una PCR.
La avalancha de contagios de ómicron ha forzado a muchas administraciones a dar por bueno el positivo por test comprado en la farmacia para aliviar las colas de personas en los centros de salud esperando a que se les metiera el palito en la nariz por unos mocos y un poco de fiebre. Ahora muchas personas ven cómo aquellos que recelaban de un test comprado en farmacia le animan a utilizarlo antes de ver a sus seres queridos. La desconfianza, claro, es lógica.
Para el experto en salud pública, esta cuestión rodea un aspecto fundamental: "El problema es que la gente se contagia pero no tiene una manera fácil de relacionarse con el sistema sanitario porque la primaria está colapsada. Esto genera incertidumbre".
Pero… ¿No eran diez días de aislamiento?
Una de las decisiones más polémicas que ha traído ómicron ha sido la reducción de los periodos de aislamiento. Los Centros para el Control de Enfermedades de Estados Unidos lo redujeron a cinco días, medida fuertemente criticada por algunos expertos, que no ven evidencia científica suficiente detrás.
En España, la decisión fue algo más prudente. Con la variante alfa el plazo se redujo a diez días y, ahora, lo ha hecho a siete. Eso sí, siempre y cuando ya no se tenga síntomas. Este plazo es más asumible aunque, como ha señalado algún especialista, la seguridad la daban los 14 días, y no absoluta.
Joan Carles March no lo ve un mal cambio. "Se sabe que la con ómicron la duración media es de cinco días y medio. El problema es que las diferencias individuales no se tienen en cuenta".
Más polémica ha sido la decisión de levantar la cuarentena a los contactos estrechos que tengan la pauta completa de vacunación. Sobre todo, porque en los primeros días de ómicron se decidió imponerla hasta para los vacunados. Cataluña se desligó y luego le siguieron el resto de comunidades. Pero la pregunta de siempre se mantiene: si las vacunas no evitan los contagios y solo los reducen, ¿qué sentido tiene imponer cuarentenas a unos contactos estrechos y a otros no?
Pero… ¿Los colegios no eran seguros?
El curso 2020-2021 prometió alejarse del fantasma de la primera ola, cuando cerraron las escuelas para no volver a abrir antes de las vacaciones. Las clases telemáticas dieron muchos quebraderos de cabeza a padres, profesores e instituciones educativas.
El planteamiento para evitarlas en la medida de lo posible fue un éxito, lo que llevaba a plantearse a muchos si era una característica particular de los menores lo que les llevaba a contagiarse poco. El curso actual comenzó con menos restricciones y pronto nos dimos cuenta de que no, que los niños se contagiaban igual que el resto.
En el último trimestre se han cerrado clases continuamente y los menores de 11 años han sido los que más altas incidencias han registrado estos meses hasta la llegada de las navidades, cuando han sido superados por los jóvenes entre 20 y 29 años.
El bajo impacto de la Covid en los niños ha llevado a muchos preguntarse si realmente era necesaria la vacuna en ellos. Ahora la pregunta es: ¿Es necesaria si su eficacia frente al contagio no es muy alta? Se nos olvida que, aunque menos que en el resto de edades, también ha habido niños gravemente enfermos por Covid, y fallecimientos.
La última vuelta de tuerca ha sido la decisión de Gobierno y comunidades autónomas de no cerrar las aulas si no hay al menos cinco estudiantes contagiados. Es decir, que solo se clausurarán cuando sea demasiado tarde para evitar la propagación.
"Es algo que no termino de entender", confiesa Joan Carles March, "que sean cuatro o cinco, pero es algo que demuestra la falta de visión de una gente que esté planteando medidas adecuadas. Faltan expertos", sentencia.