Si hace exactamente cien años una publicación prácticamente homónima -la revista España fundada por Ortega- proclamaba que nacía como fruto "del enojo y la esperanza", EL ESPAÑOL sólo encuentra motivos para doblar ahora la apuesta. Este periódico que se presenta hoy ante los ciudadanos es el resultado de la indignación por lo sucedido durante los últimos años en nuestro descarriado país y del entusiasmo por contribuir con éxito a enderezar su rumbo.
Indignación y entusiasmo. Estos son los sentimientos encontrados que nos impulsan a crear el primer diario que nace en el nuevo entorno tecnológico de la era digital con los recursos humanos adecuados para incidir en la marcha de la sociedad española. De ella partimos, con más de diez mil accionistas y suscriptores a nuestro lado, y a ella, a la Nación democrática de ciudadanos libres, nos ofrecemos. No sólo con un planteamiento global de contribuir a reconstruir todo lo dañado -eso y no otra cosa es el regeneracionismo-, sino con propuestas tan concretas como las reflejadas en nuestras 30 Obsesiones.
La prensa atraviesa una profunda crisis, en parte como consecuencia del cambio de hábito de los lectores y en parte, también, por el deterioro de su bien más preciado: la credibilidad. EL ESPAÑOL es hijo de este tiempo y quiere sacar el mayor partido a todas las ventajas que ofrece internet, tanto de inmediatez, como de facilidad de acceso, capacidad expresiva o participación de los lectores. Y en un país donde muchos medios han acabado entregados al poder -unos por necesidad y otros por gusto-, EL ESPAÑOL nace independiente, con carácter indómito y sin otras ataduras que no sean las de servir a los españoles para que vean protegidos sus derechos en tanto que ciudadanos, electores, consumidores, usuarios de servicios públicos o clientes de entidades financieras.
Hijos de la Transición
Los fundadores de EL ESPAÑOL, aun pertenecientes a varias generaciones, somos todos hijos políticos de la Transición. Por ello reivindicamos aquel espíritu de reconciliación y consenso que permitió superar las lacras de la dictadura franquista, estabilizar el régimen constitucional e incorporar a España a la Unión Europea y demás plataformas de las naciones libres.
Pero esa reivindicación no implica idolatría. Si hace cuarenta años a España no le convenía el trauma de una ruptura revolucionaria, menos todavía le conviene ahora. Las reglas del juego político incluidas en la Constitución del 78 han quedado sin embargo rebasadas en aspectos fundamentales y necesitan de reformas radicales. O al menos de enmiendas sustantivas, por utilizar un lenguaje propio de la continuidad constitucional. No queremos acabar con el régimen emanado de la Transición sino enderezar su deriva para mejorarlo sustancialmente.
Sólo tomando con determinación ese camino lograremos superar la frustración y la ira que embarga a tantos españoles, debilitando su sentido de pertenencia a la comunidad política que componemos. Estamos convencidos de que la profunda crisis de identidad que ha dado pie a la exacerbación del separatismo catalán y mantiene agazapado al vasco, a la espera de que el manto de la amnesia colectiva cubra la ignominia de la saga criminal de ETA, es la consecuencia del deterioro de la calidad de nuestra democracia. Cuando lo que existe, lo que nos representa, lo que nos sirve de cauce de participación como españoles, es un foco inagotable de bochorno, un manantial de hipocresía y una fétida sentina de podredumbre, nada tan pedestremente humano como acogerse a mitos alternativos, explotados por demagogos de aldea.
España tiene un problema territorial, claro que sí. Pero no porque su diversidad sea mayor que la de las otras grandes naciones europeas, sino porque el Estado de las Autonomías ha proporcionado a los políticos de cada región los resortes institucionales y los medios presupuestarios para exacerbar las diferencias reales e inventar muchas inexistentes. Es un hecho que el modelo no ha servido para integrar a los nacionalismos catalán y vasco en el sistema constitucional y ha generado costosas estructuras con ínfulas de Estados de opereta.
Federalismo y soberanía
La solución no es el federalismo pues sólo serviría para dar alas a la fragmentación política mediante la fragmentación de la soberanía. Creemos por el contrario que toca volver a meter concienzudamente el genio de la disgregación en la botella de la que no debió salir, mediante una reforma constitucional que defina y blinde las competencias del Estado y desarrolle el artículo 155 para garantizar la lealtad de los gobiernos autonómicos. Una tarea de pincel fino, imposible de resolver a brochazos.
El fortalecimiento del Estado sólo será posible si de forma simultánea se pone en marcha un proceso de devolución a los españoles de los derechos de participación democrática que de manera progresiva les han sido usurpados por las cúpulas de los partidos. Este es el principal asunto en el que, obsesionados por evitar el guirigay de la Segunda República, se les fue la mano a los constituyentes, sobreprotegiendo a la clase política.
Una y otra vez los ciudadanos se han sentido inermes ante un proceso de toma de decisiones que no sólo les ignora sino que abiertamente les desprecia cuando los gobernantes se permiten incumplir sus compromisos electorales en aras de su comodidad política o se niegan a depurar o asumir responsabilidades por los incontables casos de corrupción que les rodean. La mediocridad, la venalidad, la deshonestidad de gran parte de nuestros dirigentes más notorios es consecuencia de un proceso de selección endogámico, amurallado por el sistema de auxilios mutuos y la ocupación del Poder Judicial.
Heroísmo y solidaridad
Aunque hay males endémicos que vienen de mucho antes, la masacre terrorista del 11-M marcó en 2004 un terrible punto de inflexión en la historia de nuestra democracia, en la medida en que permitió a fuerzas aún no suficientemente identificadas -por mucho que su tipología se corresponda con el terrorismo islamista- intervenir en el proceso político y poner en evidencia las tremendas limitaciones de nuestro Estado de Derecho a la hora de investigar lo sucedido. Guste o no guste, aquellos hechos deberían como mínimo seguir removiendo las conciencias.
Otro tanto cabe decir de la prisa por pasar la página de los crímenes de ETA, dejando en el olvido una pléyade de asesinatos sin resolver y el propio dolor y dignidad de unas víctimas que han dejado de importar desde el momento en que han perdido utilidad política. Una sociedad que amortiza a beneficio de inventario a sus héroes y mártires se priva a la vez de la capacidad de cerrar filas y capear solidariamente las adversidades.
Lo hemos visto con ocasión de los años más duros de la crisis económica en los que tantos han quedado a la intemperie y casi todas las familias se han empobrecido ante la indiferencia de una clase dirigente que no ha recortado un ápice sus privilegios. Las llamadas "clases extractivas" siguen campando por sus respetos mientras, como alega Adela Cortina, "sobran políticos y faltan médicos y profesores".
O sentamos las bases de una sociedad a la vez más dinámica y más justa, en la que los representantes sean servidores de sus representados y los cargos públicos facilitadores de la iniciativa privada, o el próximo embate, fruto de una coyuntura adversa, desarbolará por completo nuestro modelo de convivencia.
Muy cerca de las urnas
EL ESPAÑOL nace cuando se acerca la hora de ajustar cuentas en las urnas. Nuestro proyecto va mucho más allá de esta primera encrucijada pero no dejaremos de aprovecharla para tratar de influir en la opinión, defendiendo la España que queremos. Una España en la que no haya tanto poder en tan pocas manos, sino un poco de poder en muchas manos. Una España en la que la política, la vida empresarial y por supuesto los medios de comunicación se rijan por el principio de transparencia. Una España de la que podamos sentirnos orgullosos todos aquellos que, con mayor o menor grado de afección, formamos parte de ella.
Al servicio de esta causa publicaremos cuanto de relevante y veraz logre averiguar nuestra redacción y no habrá fuerza humana que impida que se escuche cada día el rugido del león de EL ESPAÑOL. Pero aunque su dirección esté bien clara, la carretera que abrimos hoy es de doble sentido. Y si os pedimos ayuda para gestar y alumbrar este periódico, ahora apelamos a vuestra indignación y vuestro entusiasmo para desarrollarlo de la mano. Bienvenidos pues a vuestro hábitat. Ya sois leones. Luchémoslo juntos.