El café, el pan, el queso, la cerveza y hasta el chocolate forman parte de una larga lista de alimentos fermentados que se obtienen gracias a la intervención de millones de microorganismos que les aportan esos sabores, olores y texturas que tanto nos apasionan a la mayoría. Ese es su secreto.
¿Cómo empezamos a consumir alimentos fermentados?
Aunque cuando uno piensa en bacterias y microbios, automáticamente lo asocia con algo malo, la realidad es que podríamos decir que el 99% de estos microorganismos son inofensivos para los humanos.
Eso sí, el 1% restante pueden llegar a ser tan malos que ya nuestros ancestros empezaron a desarrollar una repulsión natural hacia todo aquello que pudiese contener gérmenes nocivos para la salud.
Así es que, por lo general, los alimentos podridos con aspecto y olor asqueroso nos resultan desagradables, lo que, teniendo en cuenta que una intoxicación alimentaria por consumir un alimento en mal estado puede llegar a ser una cosa muy seria e incluso mortal, es toda una ventaja.
Pero, si los microbios “buenos” se apoderan de nuestra comida antes que los “malos”, los primeros se encargarán de mantener a raya a los segundos y ya hace mucho tiempo que nuestros antepasados se dieron cuenta de que había maneras de ayudar a que los buenos ganasen siempre la partida.
Por ejemplo, la carne cruda fuera de la nevera, un ambiente cálido, húmedo y rico en proteínas, es un escenario ideal para que los “bichitos malos” se pongan las botas. En cambio, si añadimos una cantidad de sal suficiente estaremos ayudando a que otros microbios inofensivos resistentes a la sal, como los Lactobacillus, dejen K.O. a sus parientes malos que son sensibles a la sal. Unos meses después, incluso sin necesidad de guardar la carne en la nevera, en vez de un trozo de carne podrida, tendremos un riquísimo embutido.
¿Qué tienen de especial los alimentos fermentados?
Así, a lo largo de siglos de historia, nuestros antepasados fueron descubriendo que este “deterioro controlado” no solo daba lugar a unos alimentos fermentados aptos para el consumo durante un tiempo más largo, sino que, además, los microbios “amigos” los transformaban en auténticas delicias.
Por ejemplo, la levadura del pan, se alimenta del almidón de la harina y expulsa dióxido de carbono, un gas que hace aumentar el volumen de las masas permitiéndonos disfrutar de panes más esponjosos.
Otro ejemplo más exótico y quizá menos conocido es el del cacao, el que los polifenoles que le aportan el sabor amargo característico se obtienen gracias a la acción de los microbios y bacterias que están en la superficie de los granos.
Aunque no a todo el mundo le resultan igual de sabrosos los alimentos fermentados, por ejemplo, los famosos quesos azules de sabor y olor fuertes, mientras que a algunos nos encantan, a otros les resulta repugnante un alimento que “huele a pies” y no les falta razón, pues las bacterias gracias a las que se consiguen esos maravillosos quesos -para algunos- son las mismas que causan el mal olor de los pies.
Hay estudios que demuestran que cuanto más pequeños seamos cuando empezamos a probar este tipo de alimentos de olores y sabores tan fuertes, será más probable que nos acaben gustando.
Los alimentos fermentados por el mundo
Si ampliamos horizontes podemos observar que, de una manera o de otra, la fermentación ha estado presente en la cultura culinaria de muchos países y ha llegado hasta nuestros días. Sin ella no podríamos disfrutar de yogures, kéfir, vino, cerveza, té, café, chocolate, encurtidos, chucrut, salsa de soja, miso, queso, tofu, jamón serrano, kimchi,.. y un largo etcétera.
Fuente | Minute Earth