—¿Cinco kilos de patataaaas?
—Somos doce.
—Pero ¿cinco kilos de patataaaas?
—Que somos doce.
—Manolo, mira lo que dice tu mujer, que para la ensaladilla necesitamos cinco kilos de patatas.
—Pero es que nos vamos a juntar doce –insistía la mujer de Manolo.
Esta conversación maravillosa la cogí ayer al vuelo mientras esperaba mi turno en un puesto del Mercado de La Cebada, en Madrid. Y me sentí muy identificada con la señora de Manolo, porque yo soy igual de desmedida programando la comida para muchos. Calculo todos los platos como si fuese plato único. Plato único del resto de sus vidas.
Por supuesto que para una ensaladilla para doce no hacen falta cinco kilos de patatas. Ni otros cinco de zanahorias. Ni dos atunes. No, de verdad, no hace falta todo eso. Pero me hizo muchísima gracia imaginarme a esa familia comiendo platos hasta arriba de ensaladilla como si fuese cocido, y repitiendo. Y en vez de uvas, tomando doce cucharadas de ensaladilla de la que sobró en Nochebuena. Y en julio haciendo bolas de helado de ensaladilla, y perrillos de mazapán de ensaladilla en la Navidad del año que viene. Es que ni comiéndola así se necesitan cinco kilos de patatas. Con un kilo para todos van que chutan.
Siempre me ha sorprendido que en Nochebuena o Nochevieja en algunas casas se ponga ensaladilla rusa de entrante. Supongo que es herencia del carácter de postguerra de la gastronomía española, de la vigilia de Navidad y de que la ensaladilla se deja preparada antes de la cena y ahorra trabajo ese día. Además, permite decoraciones churriguerescas.
No he sido nunca fan de la ensaladilla rusa porque en mi casa no se ha hecho mucho y en Cuenca no somos muy dados a comer en los bares cosas ya preparadas con mayonesa. De todo lo demás sí comemos, no hay ascos. Le damos a la casquería sin pudor, pero no sé por qué en mi entorno siempre ha existido el miedo a morir envenenados por comer mayonesa fuera de casa, salvo si es la que viene en sobrecitos, que eso es otra historia.
Se me quitaron todos los remilgos con la ensaladilla de los bares cuando fui a vivir a El Puerto de Santa María. No he comido más ensaladilla en mi vida que durante el año que he vivido allí. He buscado a ver si hay algún estudio que diga que la ensaladilla previene el cáncer. No lo hay. Tampoco hay ninguna publicación que diga que la ensaladilla es cancerígena. Así que todo en orden, la ensaladilla no es polémica y las autoridades sanitarias no tienen que promover o restringir su consumo, puedo seguir comiendo ensaladilla.
Decía que allí, en El Puerto, comí mucha ensaladilla, en muchos sitios, y lo mejor de todo es que no comí ninguna que estuviera regulera o mala, como sí ocurre en otras ciudades de España. Todas las ensaladillas, con su estilo, eran riquísimas, pero la que me robó el corazón fue la del Puerto Escondido.
Siento contradecir al jurado del San Sebastian Gastronomika, pero la mejor ensaladilla de España no es la del Chinchín Puerto. Y lo digo así, como se dicen las cosas cuando una tiene una columna de opinión, sin probar la del Chinchín, pero es que lo de la ensaladilla de langostinos con el jugo de sus cabezas al whisky que hacen en el Puerto Escondido es otra historia. “Que no has probado la del Chinchín Puerto, Inma, que no hables sin saber”, me dice mi conciencia. No me hace falta, sé que si la pruebo, va a ser como mucho la segunda mejor.
Miento. La tercera.
Porque mientras escribía esta columna, he descubierto que la ensaladilla del alma mía ya no está en la carta y pasa automáticamente a ser la número dos. La ha desbancado su sucesora: una ensaladilla de gambas con el jugo de sus cabezas al amontillado. A mí peticiones de matrimonio así, no, ¿eh? Pero cuánta palabra bonita junta: Ensaladilla. De gambas. Con el jugo. De sus cabezas. Al amontillado. Acabo de poner el teclado perdido de baba.
Si la de langostinos con el jugo de sus cabezas al whisky me gustó sin gustarme a mí el whisky, no quiero imaginar una de gambas, con lo finas que son las gambas, con amontillado, con ese sabor que tiene este vino de Jerez. La locura que tiene que ser eso, madre mía.
“¡Que tampoco puedes decir que te gusta la ensaladilla de gambas con el jugo de sus cabezas al amontillado si no la has probado, Inma!”, espeta mi conciencia. No, no la he probado, pero ya la sueño.