Si, como cantaban Astrud, hay un hombre en España que lo hace todo, hay un hombre que lo hace todo en España, es el que te coge los bajos del pantalón, era el cura que te dio la primera comunión, mucho peor es lo de ese otro tipo, sobradamente identificado, que vive empeñado en presentar y acaparar todos, todos, toooooodos los programas, sin excepción, de nuestro abultado espectro electromagnético.
Se llama ‘Juasjuasjuás’ Vázquez y parece dispuesto a demostrar que quiere mantenerse en pantalla, chupando cámara, cual narcisista holograma, durante horas y horas, convirtiendo su afán de protagonismo en algo digno de terapia o de Libro Guinness de lo Chungo.
Trata así, Vázquez, de lavar su denostada –y retocada– imagen de ‘enfant terrible’ de la viejuventud telebasurera. Cobra por las horas de morralla prestadas a un Paolo Vasile que, de haberlo sabido antes, hubiese montado Televázquez en vez de Telecinco. Se convierte ‘Juasjuasjuás’ en la salsa insulsa de todos los platos. En el domador de todos los telecircos. Aunque lo suyo no cuela. Como no cuelan sus infumables novelas. Como no cuelan sus obras de teatro. Como no cuela, a estas alturas del filme, su falso buenismo.
Por no hablar del resto del jurado de este soporífero e inacabable ‘Got Talent España’ que en la noche del pasado sábado echó a rodar en Telecinco. Mal arranca un gran talent, que, para más inri, promocionaban en la cadena como “el mayor espectáculo televisivo del mundo”, cuyos concursantes están en manos de, además de ‘Juasjuasjuás’, el otro Vázquez catódico, Jesús, reconvertido en un Dorian Gray de Basic-Fit (¿qué desayunará para estar más joven que hace 30 años? ¿De dónde habrá sacado el Red-Bull de la eterna juventud?); una Edurne megasimpática y requetedicharachera (cuyo canalillo aparecía y reaparecía por obra y gracia de Dragados y Construcciones); y, por último, Eva Hache, esa humorista sin puñetera gracia cuyo éxito resulta del todo inexplicable. Un jurado sin talento –cuatro mediocres de lo suyo– dedicado a buscar talentos. Muy español todo esto, sí. España (con goteras) en vena.
El único que se salva en medio de este sindiós es Santi Millán, presentador y chico-para-todo de la cosa. Desparpajo le sobra al humorista barcelonés para dar algo de alas a este engendro televisivo. Acapara Santi Millán todo el talento que no tienen los miembros del jurado, empeñados continuamente como están en mostrar la mejor de sus poses y sonrisas. Los bienquedas. Los amiguetes del público. Los políticamente correctos. Saben muy bien los cuatro, porque tontos no son, que está vacante la plaza de poli malo en esa mesa, a lo Risto Mejide, pero no se atreven a ocuparla. Demasiado miedo es lo que hay a caer mal diciendo uno lo que piensa. Prefieren ejercer de ‘muppets’, de marionetas, de amigos de los niños.
Un aria de Puccini con un serrucho
Y luego, para rematar la faena, está el programa en sí. Got(oso) Talent. Rehén de un formato que, con sólo mentarlo, produce ya sensación de ‘déjà vu’. Se constata a lo largo de tan cansiiiiiiiina duración del mismo (cuatro horas repletas de vacío y soplapollez), que España sigue siendo un país de traca.
Nación de naciones realquilada a titiriteros en libertad condicional, magos de pega, humoristas sin gracia (¿evas hache?), acróbatas sin sentido del equilibrio, bailarines con discapacidad motora, violinistas sin tejado al que subirse para dar su tabarra, jovenceros empeñados en bailar hip-hop, magos que deberían hacerse desaparecer a sí mismos, payasos tostón, niños que resuelven con desgana el cubo de Rubik, cantantes de karaoke venidos a más… Y en este plan. Todos ellos en busca de la fama, sí. Pero ninguno dispuesto a sudar una sola gota de más.
Adriano interpreta un aria de Puccini con un serrucho. Y no lo hace mal. Aunque la magia se rompe en cuanto, horas después, aparece Juan, de Burriana, y se empeña en mostrar su enorme talento para eructar como si no hubiera hilo musical en el infierno. Ahí fue donde se retrataron todos. Alta cultura de porqueriza. Telerrisión sin finuras. Difícil es, con un programa así, no acabar cambiando de cadena a la primera de cambio. Para eso sí que no hace falta talento. Al contrario, mantenerse cuatro horas pegado frente al mismo (con esas pausas publicitarias de seis eternos minutos) significa no tener vida propia. O estar cerebralmente muerto.