Su primer encuentro se produjo en 1934. Coincidieron en la boda del duque de Kent -tío de Isabel II (91 años)- y Marina de Grecia -prima de Felipe de Edimburgo (95). Aquel fue un encuentro sin más, que no tuvo trascendencia alguna hasta cinco años después.
Fue la visita al colegio naval de Dartmouth, en 1939, el escenario en el que la futura reina de Inglaterra se fijó en aquel cadete de la Real Academia Naval rubio, alto, de ojos azules y de constitución atlética que acababa de cumplir 18 años y que procedía de una familia desarraigada y empobrecida de la realeza europea. Lilibeth (Isabel) tenía por aquel entonces 13 años y viajaba acompañada de su hermana Margarita y de sus padres.
Comenzaron entonces un intercambio de cartas promovido, sobre todo por la propia Isabel, que duró gran parte de la II Guerra Mundial. Cuando Felipe de Edimburgo regresó, ella le estaba esperando y comenzaron oficialmente su noviazgo, oficializado en 1946, cuando los padres de Lilibeth la consideraron lo suficientemente adulta para ello. En julio de 1947 llegó el compromiso, al que el rey Jorge dio el visto bueno.
Por el camino, el duque de Edimburgo tuvo que hacer algunas concesiones, como haría posteriormente la reina Sofía (79). Renunció a su carrera naval, a sus títulos y a los apellidos paternos de origen germanos. Vio con dolor como sus hijos tampoco heredarían su apellido, ni siquiera el de su madre. Adoptó el de un tío que lo crió como a un hijo: Mountbatten. Tras obtener el pasaporte británico, se convirtió al anglicanismo y tuvo que ver con impotencia cómo sus hermanas, casadas con alemanes, ni siquiera eran invitadas a su boda.
La ceremonia se celebró con los lujos y artificios propios de una futura reina de Inglaterra. Para muestra, un botón: su vestido, de seda en color marfil, se elaboró con hilo de plata, bordados de tul, cristales brillantes, una cola de cuatro metros con estrellas estampadas y 10.000 perlas blancas.
Fue el 20 de noviembre de ese mismo año cuando la Abadía de Westminster acogió el que es considerado uno de los acontecimientos del siglo pasado, tanto por su ostentación como por su longevidad, pues el próximo mes de noviembre la pareja celebrará, contra viento y marea, su 70 aniversario.
Un matrimonio difícil
El matrimonio de Isabel y Felipe no ha sido un camino de rosas. Tras unos primeros años plagados de felicidad, comenzó el malestar del duque por quedar relegado a mera figura consorte de la reina, es decir, a su sombra. Su carácter griego y germano le impedía ajustarse a las rígidas normas de la corte británica. Llegó la decepción, los desencuentros, las crisis... y las infidelidades.
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Los tabloides británicos fueron testigos de las noches de juerga con amigos del duque de Edimburgo, tanto en distintos cabaret y locales de striptease como en los hipódromos a los que solía acudir. De estos escarceos no existen evidencias probadas, pero por los mentideros reales británicos circulan todos y cada uno de los nombres de las presuntas mujeres con las que Felipe de Edimburgo habría mantenido relaciones.
Isabel II nunca fue una mujer celosa. Era consciente, por su educación, de que lo importante en el matrimonio era la lealtad, no la fidelidad, y en eso su marido, que este jueves anunciaba su retirada de los actos oficiales, nunca la ha fallado.
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Ni siquiera en el annus horribilis de la Casa Real británica, en 1992, marcado por los divorcios de tres de los cuatro hijos de Isabel II, los escándalos en el seno de la familia Windsor y la caída en picado de la popularidad de la monarquía. Un bache del que Buckingham no se recuperaría hasta años después, una vez fallecida Lady Di e iniciada la gestión política de una crisis sin precedentes.
Felipe de Edimburgo siempre estuvo ahí, ha sido su leal compañero, la roca en la que se apoya la monarca. Quizá una de las claves del éxito de este longevo matrimonio es que él siempre ha tratado a su esposa como una mujer y no como la reina de Inglaterra.