Aunque el sexo no sea una virtud, se ha tenido por demérito ser mujer. Occidente es la civilización menos difícil para ellas porque las luces han señalado el camino de la razón, pero no lo han despejado de obstáculos. Muchas escritoras necesitaron un seudónimo masculino para publicar su obra y verla reconocida. Antes de que la literatura fuese una industria e incluso cuando empezaba a serlo, la cumbre del respeto era la Academia, donde siempre han anidado el recelo y la envidia que acompañan a los competidores por el éxito. Cuando este era reclamado por una mujer, los hombres de letras se sentían amenazados.
Pocos saben que la Real Academia Española tuvo un escudo anti mujeres. No me refiero a un sobrentendido sino a una disposición votada y recogida en un acta. En 1853 la poetisa y dramaturga Gertrudis Gómez de Avellaneda hizo el primer intento femenino de ingreso en la RAE (hay un precedente que no cuenta: en tiempos de Carlos III hicieron académica honoraria a una damisela). El éxito de Gómez de Avellaneda era tan envidiable que los académicos debatieron si cabía admitir a las mujeres, cualesquiera que fuesen sus méritos. Salió el No y hubo recochineo: se decidió manifestar a la señora que la Academia se honraría de contarla entre sus miembros “si no lo impidiese lo que acaba de acordarse como medida general, fundada en consideraciones de las que no se ha podido prescindir, pero que de ninguna manera aluden a la referida señora, ni como dama ni como escritora”.
Durante más de medio siglo no hubo mujer que reintentara la proeza. En la prensa se discutió la candidatura de Emilia Pardo Bazán con escándalo del liberal Leopoldo Alas, Clarín, autor de La Regenta e influyente crítico literario: “¡Ser académica! ¿Para qué? ¡Es como si se empeñase en ser guardia civila o de la policía secreta!” (Madrid Cómico, 1890). Así las gastaban los progres de la época. La condesa de Pardo Bazán presentó su candidatura en 1912, envalentonada por sus triunfos literarios y su posición social. Vale que la señora tenía mala leche y era demasiado vanidosa, pero esos defectos también los tenían algunos hombres sin que por ello se les cerraran las puertas. Podían haberla rechazado por defecto de forma (la candidata, por desconocimiento o por vanidad, había pedido el ingreso motu proprio en vez de su presentación por tres académicos, como exigía el reglamento) pero se prefirió humillarla desempolvando el acuerdo de 1853. Es uno de los rechazos más escandalosos en la historia de la RAE, y el peor de los perpetrados contra las mujeres. Ni siquiera el caso de María Moliner se le iguala.
María Moliner no era filóloga ni escritora. Tampoco era general ni arzobispo. Era una bibliotecaria tan enamorada del léxico que compuso un monumental Diccionario de Uso del Español cuyas entradas volcaban expresiones, sinónimos y familias de palabras muy útiles para los escritores. La maestría de su autora habría venido bien a la RAE, así que tres de sus miembros la propusieron en 1972 para ocupar un sillón. Dicen que habría sido la primera mujer elegida de no haberse enfrentado con la candidatura de Emilio Alarcos Llorach, portador de modernas teorías gramaticales que la Academia necesitaba incorporar con urgencia. Puede ser. Esa vez nadie invocó el acuerdo de 1853 y la candidata perdió una votación limpia. De las quejas publicadas en la prensa se infiere que entre los devotos de su diccionario había muchos periodistas.
La RAE había desperdiciado una buena oportunidad y sus miembros lo sabían. Seis años después eligieron a la poetisa Carmen Conde, en cuyo discurso de ingreso agradeció que la eligieran “para un puesto que, secularmente, no se concedió a ninguna de nuestras grandes escritoras ya desaparecidas. (...) Vuestra noble decisión pone fin a una tan injusta como vetusta discriminación literaria.” Guillermo Díaz-Plaja respondió señalando que la nueva miembro venía “a romper así, victoriosamente, una situación que, no por impedimentos reglamentarios, sino por sucesión de circunstancias diversas, en la España de Santa Teresa y de Carolina Coronado, de Rosalía de Castro y de Emilia Pardo Bazán, de Concha Espina y de María Moliner, dejaba huérfana de representación femenina la institución que aspira a representar el estamento literario de España”.
La “sucesión de circunstancias diversas” era una expresión eufemística. Ya no es noticia el ingreso de una mujer en la RAE. Después de Carmen Conde ingresaron Elena Quiroga y Ana María Matute, las tres fallecidas. Las han seguido Carmen Iglesias, Margarita Salas, Soledad Puértolas, Inés Fernández-Ordóñez, Carme Riera, Aurora Egido y Clara Janés. Algún día una de ellas será la directora. A Clarín le daría un pasmo.