La corbata de Mr. Magazine es un anuncio. Un spot que cuelga de su cuello enjuto y que te grita: "Confía en mí, soy un buen tipo, llevo un niño pequeño dentro". La corbata chillona de Mr. Magazine parece comprada en el puesto de recuerdos del circo de los hermanos Ringling.
Mr. Magazine tiene una consulta. Atiende pacientes. Es consultor. Es un galeno ambulante que cura a los editores que se han perdido. Mr. Magazine es una de las referencias para los que editamos revistas en el mundo. Muchos de los que publican periódicos también deberían llevar su móvil en el móvil.
“¿Qué nos ha pasado, Andrés? ¿Cómo nos dejamos convencer de que el futuro era digital?”. "Maestro", susurro imitando el doblaje de Kung Fu, "contésteme usted...". “Bueno se produjo una conjunción astral. Por un lado, nos vino a visitar un hombre muy feo y con malos modales al que llamamos crisis económica global, y ese mismo día, de manera inesperada, se presentó una bellísima dama que nos hizo todo tipo de promesas de futuro, con cantos de sirenas sobre la maravilla de la vida digital. ¿Tú qué hubieras escogido, Andrés? ¿Al tipo feo y viejo que anunciaba el fin del mundo con un aliento pestilente o te hubieras abrazado a la dulzura sensual del gran descubrimiento binario con forma de tableta totem?”. Me imagino la escena y casi escupo de risa el Vichy Catalán. Mr. Magazine me lo explica como si yo tuviera dos años. Es parte de la estrategia del consultor, analizar de manera sencilla un problema aparentemente complejo, para proyectar en su paciente que la solución puede ser también sencilla. Es también parte de la cultura americana, tan práctica, hipermasticada y que a los europeos, a veces cóncavos, en ocasiones convexos, nos resulta infantiloide.
Mr. Magazine, de origen libanés, director del Magazine Innovation Center -School of Journalism- es el Joseph Goebbels del papel. Espero que no se ofenda con la desafortunada comparación. Pienso con picardía que quizá tendría más clientes entre los fabricantes de papel que entre los editores. Los editores suelen creer que saben lo que se cuece bajo sus barbas, y no siempre es así.
Estamos sentados uno frente a otro a la vera del Museo del Prado una tarde fría, por fin invernal, él ante un tinto de la casa y yo ante lo que queda del agua carbonatada. Nos conocemos desde hace tres años, y nos vemos regularmente. La última vez nos pusimos al día en el FIPP, en Toronto, en la reunión mundial de editores, un congreso obcecado en mi opinión por amortizar audiencias y no por descubrir nuevas tendencias editoriales.
Samir Husni es coleccionista y me pide los primeros números de todas las revistas que edité. Colecciona lanzamientos -algún que otro fracaso-, y está organizando un museo. En su perfil de la manoseada Wikipedia dice que "cuando no está leyendo revistas, está en el quiosco comprando revistas”. Qué buen eslogan para un consultor. Husni es un tipo cachondo, que quiere que las revistas en ipad se dejen de llamar revistas, así que se me ocurre que podría montar una campaña en change.org. Dice que son otra cosa y yo le apunto que estoy de acuerdo en que no son revistas sino PDFs, mientras recuerda con cierta sorna, (pero no mucha, que los clientes son los clientes), que los presidentes norteamericanos de los grandes dinosaurios de la edición le vaticinaron que el iPad lo cambiaría todo. “En Nueva York ya nadie quiere un iPad para leer nada. Quieren el Pro porque sirve para dibujar. Pero ya nadie me habla de las tabletas como el salvador de los editores, nadie está ganando un duro con eso, solo Apple… El papel vuelve a ser el rey”.
Mr. Magazine defiende esta y otras teorías en un bitácora muy recomendable en la que recoge sus entrevistas por el mundo. También edita una revista anual con lo mejor de sus conversaciones que puedes conseguir si visitas su web. El próximo mes de abril en Memphis prepara ya su congreso anual. “Creo que una buena revista tiene que cumplir las reglas de las tres B, tiene que darte placer en Bed, Bathroom y Beach”. De acuerdo, Husni, completamente de acuerdo, a mí lo que me gusta es dejarlas caer de la cama. Escuchar cómo se despeñan. Y a la mañana siguiente, mientras me peleo con las legañas, pisarlas y recordar si el reportaje me pareció interesante y arrancar sus páginas para meterlas en algún libro o decidir si las condeno al exilio del reciclaje.