«¿Quién era y cómo era Lluís Companys? Al igual que todos los hombres
valiosos y populares, cuantos no le conocieron vertieron sobre él las calumnias
más infamantes y los ditirambos más hiperbólicos». Ángel Ossorio y Gallardo,
amigo y fiel colaborador de Companys, ya testimoniaba en 1943 que el
presidente de la Generalidad en los años difíciles de la guerra no dejaba a
nadie indiferente.
Tanto era así, que antes de caer en manos de la Gestapo,
que le entregaría al Gobierno de Franco para un juicio expeditivo y sin
garantías que desembocó en su fusilamiento en el castillo de Montjüic hace 75
años, el 15 de octubre de 1940, Companys se había convertido en alguien
incómodo para todos: para las autoridades francesas, porque consideraban
que soliviantaba a la comunidad de refugiados catalanes; para éstos, porque
le culpaban de haber dejado que la Generalidad cayera en manos de los
radicales; y para el Gobierno de la República en el exilio, por las trifulcas que
en las semanas finales de la guerra mantuvo con Negrín.
Segundo plano
Probablemente no podía ser otro el destino de quien vivió siempre desbordado
por los acontecimientos. Se inició en la política por su sensibilidad hacia los
problemas sociales, que le llevó a vivir muy de cerca los años de plomo del
pistolerismo. Cuando las elecciones del 12 de abril de 1931 dieron una
arrasadora mayoría a ERC (en la que formaba parte del ala republicana y
federal), fue Companys el que proclamó la República desde el balcón del
Ayuntamiento, según algunos historiadores para hacerse con la alcaldía. Pero
Francesc Macià, el carismático líder que defendía la independencia catalana,
se encargó de evitarlo y de colocarle en un puesto mucho menos visible, el de
Gobernador Civil de Barcelona (aunque luego accedería a la presidencia del
Parlamento de Cataluña).
Hasta la muerte de Macià, el 25 de diciembre de 1933, Companys vivió en un
segundo plano. Ni siquiera su efímero paso por el Gobierno de Azaña como
ministro de la Marina, entre junio y septiembre de ese año, tuvo mayor
incidencia. Pero cuando sucede al gran padre del nacionalismo catalán en el
despacho de la plaza de Sant Jaume, lo hace en el peor momento. Nombrado
líder de ERC y al frente de un gobierno de concentración, la irrupción de la
CEDA en el Gobierno de Lerroux, unida a una agria disputa competencial por
la Ley de Contratos de Cultivo que llegó al Tribunal de Garantías
Constitucionales, preparó el terreno para la declaración unilateral del Estado
Catalán el 6 de octubre de 1934.
Siendo catalanista y federalista, había derivado en un
radicalismo nacionalista
El escenario político en aquellas fechas era tan complejo que los historiadores
ni siquiera han sido capaces de ponerse de acuerdo sobre la explicación
última de este movimiento por parte de Companys. Para unos, sería la
consecuencia de quien, siendo catalanista y federalista, había derivado en un
radicalismo nacionalista; para otros, se trataba de una jugada para detener el
levantamiento que los partidos obreros, los sindicatos y los anarquistas
preparaban para unirse a lo que estaba ocurriendo en otras partes de España.
Sea como fuera, las propias divisiones internas ayudaron a que la insurrección
se disolviera como un azucarillo ante la irrupción de las tropas del general
Batet.
Condenado Companys y todo su Gobierno a treinta años de cárcel, fueron
indultados por Azaña cuando llegó a la presidencia (éste consideraba que
Cataluña había sido el último baluarte de la República durante el bienio de
1933-35). Devuelto a su cargo, el fracaso del golpe de Estado del 18 de julio
de 1936 hizo que el Gobierno catalán se viera desbordado por las milicias
anarquistas.
Violencia ideológica
Finalmente, y tras mucho esfuerzo, logró controlarlas, mientras
movía los hilos para permitir la salida de Barcelona de miles de personas que,
gracias a un pasaporte expedido por la Generalidad, lograron ponerse a salvo
de la violencia ideológica.
Pero nada de esto sirvió, como hemos visto, para que al exiliarse tuviera el
mismo reconocimiento de Macià. Arrastrado por el derrumbe de todo un
Estado, cuando cruza a Francia (empujado por la necesidad de ocuparse de su
hijo, que sufría graves problemas psicológicos) es un hombre derrotado al que
casi nadie apoya. Sólo su cruel ajusticiamiento le abriría la puerta para
convertirse en símbolo.