El chef Daniel Humm en Eleven Madison Park./Francesco Tonelli

La primera vez que cené en el Eleven Madison Park fue un día de sobresaltos: la agencia S&P acababa de quitar la nota máxima a la deuda de Estados Unidos, en plena crisis presupuestaria. Uno de mis acompañantes nos explicó entonces que la historia del edificio que alberga el restaurante está ligada a otras crisis. El Metropolitan Life North se proyectó en los años 20 como un rascacielos de 100 pisos que iba a superar en altura al Empire State Building. Pero llegó el crack bursátil de 1929 y la Gran Depresión y la construcción se detuvo en el piso 30. El edificio nunca se completó. El Eleven Madison está en uno de los bajos, una enorme sala art déco con techos altísimos y ventanales gigantes que dan al encantador Madison Square Park, al lado del Flatiron.

Si aquella experiencia fue impresionante, en mi segunda visita hace unas semanas disfruté todavía más. En los cuatro años transcurridos, el Eleven Madison ha seguido escalando posiciones y es ya el quinto mejor restaurante del mundo y el primero de la Gran Manzana, según la clasificación de la revista Restaurant. Sin duda, uno de los mejores en los que he comido. Lo dirige el chef suizo Daniel Humm, cuya filosofía culinaria se basa en utilizar ingredientes locales de las proximidades de Nueva York, en la simplicidad y la pureza de los sabores estacionales. En realidad, hay poco de sencillo en su cocina, donde los juegos y el espectáculo son parte central de la diversión. 

El show comienza nada más llegar y sentarnos. En una de las mesas de al lado, ocupada por una familia de rasgos orientales, el camarero enciende un soplete, calienta unas pinzas y, cuando están ardiendo, corta con ellas el cristal de una botella de vino justo por debajo del corcho, para que no se rompa. La ceremonia continúa durante varios minutos, hasta que se desgaja el cuello de la botella con el corcho intacto. Todo se explica cuando nos traen la carta de vinos: casi una enciclopedia de 200 páginas, con poca presencia española aparte de tempranillos y jerez, y con precios que llegan a 12.000 dólares por botella. No estaría de más una mayor selección de vinos asequibles.

Sólo hay un menú de 14 platos y únicamente te dejan elegir dos cosas: si prefieres el foie marinado o fresco (fresco, por supuesto) y el plato principal de carne. Escogemos el pato asado muy lentamente con lavanda, miel, hinojo y albaricoque, delicioso. Como no nos enseñan el menú hasta el final, los camareros explican en qué consiste cada plato. Y no dudan en recurrir a la escenografía: traen una bandeja con girasoles, que además decoran la sala en grandes ramos, para mostrar que cocinarán su centro, como si fuera corazón de alcachofa, con tomate verde y brotes. Me divirtió especialmente su presentación del típico desayuno americano de huevos benedict con maíz, acompañado de pequeños bollos, y un ingrediente especial: caviar. 

Pese al grado máximo de elaboración y complejidad de cada uno de los platos, lo que más me sorprendió es su poder de evocar intensamente sabores de siempre: el pepino que acompaña al atún marinado, el pimiento con el calamar escalfado, el tomate de la ensalada deconstruida. La preparación del bogavante de Maine, mi plato favorito de la degustación, me recuerda a cualquier caldereta de marisco del Mediterráneo. Además, los camareros lo acaban de elaborar y especiar en la mesa, para que no nos perdamos los toques finales.

Todos los postres están basados en la leche: queso, sorbete de leche caramelizada y yogur, y su versión de la tradicional tarta de queso con frutas del bosque. Para terminar, un juego: nos traen una pequeña caja en la que hay cuatro tabletas de chocolate con leche. Tenemos que adivinar si la leche es de vaca, oveja, cabra o búfala. Me avergüenza decir que no acerté ninguno. Al salir, la jefa de sala nos pregunta si nos hemos quedado con hambre. Todavía queda una sorpresa final. Tenemos que ir al carrito de comida que hay a la puerta del restaurante, decirle al dueño que vamos de su parte y nos entrega un pequeño polo de frambuesa. Da ganas de empezar de nuevo.

El postre con chocolate de Brooklyn J.S.



Eleven Madison Park. 11 Madison Avenue, Nueva York. Cocina estadounidense moderna. Precio: 225 dólares por menú, sin vino (207 euros al cambio actual). Visitado el 18 de septiembre.