El siglo XIX presenció el cruce entre potencias antes poderosas que afrontaban el declive y otras nuevas en pleno auge, un proceso que continuaría hasta el estallido de la Primera Guerra Mundial. Esas nuevas potencias estaban, además, deseosas de que se les reconociera el estatus que, según ellas, correspondía a su peso creciente. Y para conseguirlo, nada mejor que buscar al más débil del patio y darle una paliza.
España, aunque había sufrido la independencia de sus territorios americanos, seguía aún reteniendo Cuba y Puerto Rico y otros en el Pacífico, pero en la década de 1880 se encontraba en la angustiosa situación de que apenas contaba con una Armada digna de tal nombre: en un momento en el que el acero se iba consolidando como el material con el que se hacían los cada vez más poderosos nuevos buques de guerra, el grueso de nuestros barcos, construidos en tiempos de Isabel II, seguían siendo de madera. En 1884 se llegaba al límite de tener que suspender los exámenes de ingreso en la Escuela Naval porque, simplemente, no había barcos que pudieran destinarse a tal fin.
Con este panorama no era extraño que los recién llegados eligiesen a España como el país con el que hacer una irrupción clamorosa en el escenario internacional. Así lo harían los Estados Unidos en 1898, pero antes ocurrió una crisis, menos conocida pero que pudo tener parecidos resultados. Y como en aquella ocasión, nuestro contendiente fue una joven nación, llena de fuerza y con ganas de dar un aldabonazo en el mundo: la Alemania de Bismarck.
Los acuerdos de Berlín de 1885 habían puesto orden a las ansias colonialistas europeas con el reparto de África, pero el Pacífico había quedado fuera de ellos. Un acuerdo entre Inglaterra y Alemania dividió el océano en zonas de influencia, y en la germana quedaron incluidas las islas Carolinas, un archipiélago de Micronesia compuesto por un millar de islas y atolones, descubiertas por los españoles en el siglo XVI pero que nunca habían tenido una verdadera ocupación.
El embajador alemán en Madrid notificó al Gobierno español la intención germana de tomar posesión de las islas, un derecho que le fue negado. Como precaución, y temiendo una acción hostil, se enviaron desde las Filipinas dos buques a las islas (dos mercantes ingleses trabajosamente convertidos en navíos armados), que llegaron sólo unos días antes de que, el 25 de agosto, un cañonero alemán se presentara y enviara un emisario a uno de los buques, el San Quintín, anunciando que el Imperio alemán tomaba oficialmente posesión de aquellas tierras. El teniente de navío Enrique Capriles, que aún no había hecho efectivo su nombramiento como gobernador, reaccionó presionando al capitán de fragata Guillermo España, para que respondiera con toda la fuerza posible, a la vez que izaba la bandera española en tierra. Pero su superior, comprendiendo lo incierto de un choque armado y las imprevisibles consecuencias de éste, ordenó retirar la bandera y emitir una protesta formal.
Cuando las noticias llegaron a España, estalló una oleada patriótica (muy parecida también a la que recorrería el país trece años después), que incluyó intentos de asalto a la embajada alemana y varios consulados. La prensa se encargó de caldear el ambiente: el capitán España fue tachado de cobarde, mientras que a Capriles se le ensalzó como a un verdadero héroe. Y si alguien tenía la osadía de comentar el suicidio que sería enfrentarse a una armada como la imperial que, aunque aún en desarrollo, estaba compuesta por barcos de la más avanzada tecnología, se le contestaba que lo que nos faltaba sería compensado con el coraje ibérico, de mucha mayor calidad que el teutón.
Pero la realidad no invitaba al optimismo. Mientras nuestro país apenas pudo enviar un puñado de barcos, alguno de los cuales quedó literalmente inservible tras la larga singladura, Alemania fue sumando buques con el más moderno armamento. Y, también como en 1898, cundió el pánico por todo el país, y la Armada se dio cuenta de que literalmente era imposible cubrir todo el litoral español frente a un posible ataque alemán.
Finalmente, Bismarck, probablemente convencido de que al fin y al cabo no merecía la pena comenzar una guerra por tan poco, acabó aceptando la mediación papal, que el 17 de diciembre reconoció la soberanía española, pero concediendo a Alemania derechos de explotación que ésta apenas utilizó. La crisis de las Carolinas debía haber servido como acicate para modernizar la Armada española, pero todos los intentos quedaron en agua de borrajas (incluida la propuesta de Peral de dotar a la Armada de varias decenas de submarinos), y cuando llegó 1898 el desastre anunciado finalmente se consumó. Y eso que estábamos advertidos.