Parece que lo mataron. Según el Gobierno de Chile, según la voz de la estadística, es "altamente probable" que así fuera. Mientras los datos forenses y los testimonios terminan de encajar, el chófer Manuel Araya respira tranquilo por primera vez después de cuarenta y tantos años. Otros, como el escritor Jorge Edwards, recurren a la razón práctica y se preguntan incrédulos qué sentido tendría envenenar a un enfermo de cáncer, un moribundo, un premio Nobel además; "mejor dejarle que se muera", apostilla.
Razón no le falta. Quizá le sobra. Ese pequeño exceso de razón que tiende a ver en cualquier tirano a un Maquiavelo, alguien que se guía exclusivamente por intereses políticos y no por bajas pasiones. También yo, lo confieso, me hice esas preguntas, porque también a mí, como a casi todos, me cuesta soportar la falta de sentido.
A Neruda también le costaba. Mucho más que a casi todos. Por eso fue poeta, si es que se puede hablar de un poeta como él en pasado; por eso fue mucho más poeta que casi todos. Y por eso, quizá, se comprometió hasta tal punto con sus ideas políticas que no se retractó de ellas cuando el régimen soviético, al que alabó sin pelos en la lengua, se reveló como un absurdo de proporciones monstruosas. "No soy de los que vuelven de la luz", escribió, orgulloso, pero con un candor capaz de desarmar a cualquiera mínimamente sensible a los prodigios del idioma.
Relación romántica
Las relaciones entre la poesía y la política, parafraseando a Gil de Biedma, siempre han sido románticas. O al menos durante el siglo pasado, que si por algo se caracterizó fue por el empeño de algunos políticos en llevar a la práctica las ensoñaciones utópicas de los poetas. Por su afán de llevar a la realidad la perfección de la obra de arte con resultados devastadores. No sólo para la vida humana en general, sino también para la credibilidad de la poesía como generadora de sentido y de la política como vehículo de emancipación.
A menudo fueron los propios poetas los primeros en darse cuenta del despropósito y en pagar con su propia vida, con la de sus próximos, o con el exilio, por denunciarlo. Ossip Mandelstam, muerto en un campo de concentración tras sufrir todo tipo de vejaciones, solía decir: "En Rusia aman tanto la poesía que hasta matan por ella".
Anna Ajmátova, que tuvo la dudosa fortuna de sobrevivir para dar testimonio de los años del terror, fue incapaz de sacar a su hijo de la cárcel a pesar de intentarlo con todos sus medios, incluso escribiendo poemas "socialistas" contra su voluntad, chantajeada.
Brodsky, el parásito
Joseph Brodsky, discípulo de Ajmátova y de Mandelstam, no desafió abiertamente al sistema; simplemente se comportó como una persona libre, ignorando al Estado en la medida de sus posibilidades, subrayando su individualidad. Hasta que el Estado empezó a sentir la fuerza subversiva de aquel cuerpo extraño, inclasificable, y decidió juzgarlo por parasitismo, condenarlo a trabajos forzados y expulsarlo después. "¿Y quién le ha dado a usted permiso para ser poeta?", le espetó el juez durante la vista. "No sé", respondió Brodsky, "¿Dios?".
Pero la nómina es muy amplia, no se limita sólo al Este: Yannis Ritsos se convirtió en un asiduo de los campos de internamiento de las varias dictaduras que asolaron Grecia en el siglo XX. Juan Gelman vivió el secuestro y la desaparición de sus hijos, además de su propio exilio, por oponerse a la Junta militar argentina. Y aquí, en la marca España, fusilaron a Federico García Lorca por declararse más humano que español, según unos; por escribir Bodas de sangre, según otros, o por envidia, según el resto.
Dan ganas de preguntarse cómo habría escrito Neruda de haber vivido ahora, entre nosotros
Y con todo, dan ganas de sentir nostalgia. Qué tiempos aquellos en los que los tiranos temían a los poetas como Nerón a su madre, en los que los poetas eran voceros convencidos de la nueva realidad o elementos refractarios que había que purgar para cumplir con las leyes de la Historia. Tiempos ingenuos, sin duda, desde el punto de vista de nuestra época, pulverizada, pero igual de utópica, por más que algunos crean que los paraísos terrenales son cosa del pasado. La diferencia es que en nuestros días, los mundos felices no son prerrogativa de los políticos, ni de los poetas, sino de los científicos y de los financieros.
Dan ganas, también, de preguntarse cómo habría escrito Neruda de haber vivido ahora, entre nosotros; cómo se las habría arreglado para celebrar sus queridas verdades naturales, elementales; para decir el camino, el tiempo venidero, el amor oceánico, una simple cebolla. Cómo se las habría arreglado para construir su epopeya del hombre común, para nombrar uno por uno a los pisoteados, para proclamar, o susurrar, nuestras necesidades incumplidas, para aferrarse a su luz.
Militancia
Y puestos a especular, por qué no preguntarse cómo habrían recibido sus enemigos de entonces -la barbarie, la pobreza, la opresión, la pedantería- sus diatribas de ahora. Como mucho con una sonrisa condescendiente, como mínimo con la más absoluta indiferencia. Hasta puede que algún colega suyo, menos valiente, menos dotado, se refiriera a él en uno de sus libros como un constructor de realidades embellecidas, genial, pero banal, una máquina de fabricar metáforas a base de rebajar el nivel de la poesía. Bueno está, nunca le faltarán críticos entre los de su oficio, ni admiradores ridículamente enfáticos, ni defectos. Es lo que tiene apostar por la totalidad de la poesía. Y por la militancia.
Si finalmente se confirma que fue asesinado, que no fue el cáncer, sino una rara bacteria con nombre alquímico creada en un laboratorio e inyectada en su vientre por un siniestro esbirro de un militar siniestro, habrá que corregir enciclopedias, notas biográficas, libros escolares. Habrá que proveer a las redes sociales de cursilerías. Habrá que dejar claro a quien no lo ha leído que fue la militancia la que le robó su muerte, no su poesía, puesto que "la poesía", como escribió en los albores de la Segunda Guerra Mundial otro gran poeta, W. H. Auden, "no hace que ocurra nada".