¿Se imaginan que la IBM hubiera sido creada por un español? Parece una pregunta absurda, pero lo cierto es que estuvo a punto de pasar. Ese compatriota que podría haber creado un emporio empresarial en torno a la primera "calculadora mecánica" verdaderamente eficiente existió, se llamó Ramón Vera, nació en 1833 en una aldea gallega (Curantes, en la provincia de Pontevedra) y estudió en el seminario de Santiago. De familia muy humilde y con una inteligencia excepcional, pronto los estudios que se les ofrecía a los futuros curas se le hicieron pequeños, y hasta se sintió aliviado cuando la acumulación de suspensos le llevó a perder la beca y a tener que abandonar la institución.
Ya marcado por el anticlericalismo, en 1855 viajó, como tantos otros, a Cuba para probar suerte. Allí aprendió inglés y se inició en la literatura con dos novelas (La cruz de Cobblestone y Una mujer con dos maridos). Pero lo más importante es que descubrió lo más parecido a una religión que nunca profesaría: su amor por el periodismo, profesión que consideraba llamada a la gran meta de transformar a España, congelada en el agobiante marasmo del deprimente siglo XIX. Y también como muestra de hasta qué punto poseía unas innatas capacidades de invención, patentó una máquina plegadora de periódicos que abarataba enormemente el tiempo y los costes de distribución.
Fascinado como muchos de sus contemporáneos por lo que estaba ocurriendo en los jóvenes Estados Unidos, diez años después se trasladó a Nueva York. Allí ejercería de traductor, de agente de cambio, y de los beneficios que le dio la venta de su plegadora. Unos recursos que, en 1875, le permitieron materializar su sueño, concretado en la fundación de la imprenta El Polígloto y la creación de una Agencia Industrial para la Compra de Maquinaria y Efectos de Moderna Invención.
Avergonzado por la parálisis de una España que, decía, producía "doctores, abogados y políticos, pero, ¿dónde están los ingenieros?", quiso dar la campanada y demostrar que "un español es capaz de inventar algo sobresaliente". Así, en 1878 registró una máquina, con la patente 207.918, a la que llamó Verea Direct Multiplier, y que se convirtió en la calculadora más avanzada al poder hacer las cuatro operaciones aritméticas de manera directa. De 26 kilos de peso, era capaz de multiplicar y dividir números de ocho cifras, con productos de hasta quince. En las pruebas llegó a hacer la operación 698.543.721 x 807.689 en tan sólo veinte segundos, una marca considerada imbatible para un aparato mecánico como el suyo.
A Verea le llovieron las ofertas para comercializar una máquina que tenía un mercado muy evidente, pero el español rechazó todas las propuestas. Con ese aparato, dijo, sólo quería demostrar algo "que quedaba demostrado", y se olvidó del tema. Especular con lo que hubiese ocurrido nos lleva a paisajes muy atractivos, como la posibilidad de que quizá se hubiese convertido en la primera piedra de un gigante tecnológico. Algo así debe pensar la propia IBM, que conserva el prototipo de Verea como una de las primeras piezas que pueden verse en la colección histórica que conserva en su sede central de White Plains (Nueva York).
Para entonces, Verea estaba ya sumido en la realización del sueño que más le importaba. Fundó y dirigió El Cronista, publicación en español que se editaba en Nueva York, y El Progreso, que se declaraba "Independiente en política, libre-pensador en todo", y como el "único periódico en castellano que ha subsistido en Nueva York sin anuncios, sin subvención y sin degradantes adulaciones a los gobernantes y poderosos". La publicación llegó a tener distribución en una veintena de países, y por sus páginas se hacía la crónica de los descubrimientos y los hallazgos científicos y tecnológicos, además de la defensa de la igualdad de razas, de género entre hombre y mujer y la crítica feroz del anticolonialismo.
A pesar de la buena distribución, la renuncia a la publicidad hizo que El Progreso nunca fuera rentable. Además, Verea era un personaje polémico que se enfrentaba día sí y día también al escritor Juan Valera, por entonces embajador de España, a quien acusaba de no trabajar por los intereses reales del país. Y el hecho de que también denunciara los intentos de Estados Unidos por convertirse en una fuerza hegemónica en América, junto al aumento de la tensión con España que presagiaba la cercana guerra, llevó a que en 1895 Verea decidiera abandonar el país.
Tras pasar por Guatemala, donde buscó combatir la propaganda negativa que contra España difundían los grandes medios estadounidenses, en 1897 recaló en Buenos Aires, donde tímidamente intentó resucitar El Progreso. Pero la muerte le llegó en 1899, solo y sin un céntimo, y su polémica carrera finalizó en un entierro por caridad en el cementerio del Oeste de la capital argentina.