Y en el día de autos se decoró rojigualda. El “dandi” Fernando del Paso llegó a recoger su Premio Cervantes como una gota de color en medio del protocolo tieso del galardón más importante de las letras en castellano. A su modo y manera como la luminosa Elena Poniatowska, en el mismo lugar hace dos años. La corbata avisaba de las sanas intenciones del reconocido, que llegó cargado de sal y pimienta para arrancar la risa al público de cartón, que asistía al trayecto oral -y tan poco académico- que el autor hizo de su vida y sus lecturas.
Heredero de la corriente realista norteamericana, su lenguaje directo y prosa cáustica han dejado esta semana cervantina muestras de un refinado sentido del humor. Del Paso ha dotado de nueva vida a las palabras viejas con un experimento y una erudición que no siempre fue recibido con agrado por la crítica. Arqueólogo de la palabra y del habla popular, ha renacido los cadáveres del diccionario y los ha dotado con la vitalidad de la lengua oral, como se ha comprobado en el discurso de esta mañana, en el Paraninfo de Alcalá de Henares.
No evitó sus enfermedades, ni su infancia, como tampoco se olvidó de los giros, las piruetas y el humor en el discurso en vivo: “La del alba sería, cuando timbró el teléfono de mi casa y yo pensé que si no era una tragedia la que me iban a anunciar, sería la malobra de un rufián que deseaba perturbar mis buenas relaciones con Morfeo, o quizás el mago Frestón”.
Las buenas migas
Entró directo a la yugular de “las cosas” feas que machacan México: “Los atracos, las extorsiones, los secuestros, las desapariciones, los feminicidios, la discriminación, los abusos de poder, la corrupción, la impunidad y el cinismo”. “Criticar a mi país en un país extranjero me da vergüenza”, y se la tragó y aprovechó para denunciarlo “a los cuatro vientos”. Señaló nuevas leyes opresoras que convierten al país en “un estado totalitario que no podemos permitir”.
Apenas hizo referencias a Cervantes, pero fueron esenciales al señalar que la edición que leyó en su casa estaba ilustrado por Gustave Doré. Salió de sus páginas con un aprendizaje que no ha abandonado: “La literatura y el humor podían hacer buenas migas. De esto colegí que también los discursos y el humor podían llevarse”. Pero quien detonó toda su vocación literaria fue el poeta Miguel Hernández, en El rayo que no cesa.
Esperó hasta el final de su discurso para recordar los cuatro siglos que se cumplen ahora de su muerte, un poco antes de pedirle perdón a su mujer Socorro: “Si alguna vez te hice daño, te pido perdón en público”. Sí terció a favor del castellano: “Sueño en español”… “Desde hace 81 años y 22 días, cuando lloro, lloro en castellano; cuando me río, incluso a carcajadas, me río en castellano y cuando bostezo, toso y estornudo, bostezo, toso y estornudo en castellano. Eso no es todo: también hablo, leo y escribo en castellano”.
Idioma vital
En la mesa, presidida por sus majestades, estaba Mariano Rajoy e Íñigo Méndez de Vigo, representando sus cargos en funciones, junto a Cristina Cifuentes, presidenta de la Comunidad de Madrid. Pedro Sánchez estaba entre el público.
El rey Felipe VI homenajeó a la lengua española, “un idioma que se enorgullece de su vitalidad”, por “su capacidad continua de transformación”. Tuvo unas líneas para hacer política de Estado y recordar el centenario de Ramón Llul, “uno de los grandes creadores del catalán literario”. También Cela y Garcilaso de la Vega. “Nuestro autor, además de haber declarado su amor por nuestro idioma compartido, lo ha honrado de la mejor manera haciendo que brille en sus libros con la pericia de un orfebre capaz de sacar el mejor partido a los metales preciosos”.
Desmesura Barroca
Íñigo Méndez de Vigo, el ministro de Educación, Cultura y Deporte en funciones, destacó, en el discurso más largo de todos, “el extraordinario proceso de documentación al que se somete antes de elaborar sus novelas y por el que tarda un promedio de ocho años en concluir cada trabajo”. Referencias también a su compromiso con los desheredados de la tierra, con cita del propio escritor: “Los verdaderos agitadores son la miseria, la ignorancia y el hambre”.
Con Juan José Arreola compartió el premiado la condición de poeta de la prosa, “capaces de paladear cada palabra que escriben, de imprimir a sus frases ritmos deslumbrantes”. Con Juan Rulfo “compartió cafés, libros, confidencias y una conciencia escritural que los llevó a publicar sólo lo necesario”.
También quiso apuntar el ministro la “desmesura barroca” del estilo del galardonado, y acordarse de la definición que dio de él Elena Poniatowska: “Pone adjetivos como si tuviera un salero”. Despidió sus palabras con aliento para templar los días del desgobierno: “Para Cervantes como para Del Paso, como para muchos otros seres anónimos, ese cachito de esperanza se llama literatura”.
Fernando del Paso mentó su lectura de los clásicos castellanos, desde Tirso de Molina, Lope de Vega, Garcilaso, Góngora, Quevedo a Baltasar Gracián. Pero también a los más contemporáneos: Benito Pérez Galdós, Ramón Gómez de la Serna, Ramón María del Valle-Inclán, Manuel Machado y Rafael Alberti. “Los españoles no me han influido, a los españoles los traigo en la sangre”. Y también Lezama Lima, Cortázar, Asturias, Vargas Llosa, García Márquez, Neurda, Octavio Paz, Carlos Fuentes o Sor Juana Inés de la Cruz. De todos ellos bebió su obsesión por el lenguaje. De ninguno, su perenne humor.