Para ser uno de los imperios más importantes de la historia, los orígenes de Roma dejan bastante que desear. Puede que esta tesis suene demasiado osada, pero algo de cierto debe tener cuando quien la sostiene es la historiadora Mary Beard, flamante premio Princesa de Asturias de Ciencias Sociales y autora de SPQR. Una historia de la antigua Roma (Crítica).
Para empezar, por la propia historia de la fundación, que aunque legendaria no es precisamente ejemplar: los historiadores romanos tenían dificultades para hacer presentable que en ella jugara un papel crucial el fratricidio por el que Rómulo, el primer rey, asesinó a su hermano Remo. Tampoco ayudaba que los primeros habitantes de la casi despoblada Roma fuesen delincuentes y gentes de mal vivir convocados expresamente por Rómulo para nutrir las filas de una 'ciudad' amenazada por sus vecinas, mucho más prósperas y establecidas. Y si a eso añadimos que, para asegurar la natalidad, se procediera al secuestro y violación de las mujeres de los sabinos (el célebre 'rapto de las Sabinas'), un pueblo vecino al que habían atraído convocándoles a una celebración en son de paz, el retrato del origen de la poderosa Roma, cuna de civilización, parece más digno de una saga vikinga.
Mary Beard observa divertida los esfuerzos con los que los romanos de siglos posteriores intentaron dulcificar el relato, lo que demostraba que tenían problemas con sus propios mitos fundacionales. En gran parte, afirma, porque la narración de lo ocurrido en los primeros siglos de Roma (del VII al IV a. C., más o menos) se hacía desde la perspectiva del I a.C. o posteriores, con lo que en realidad se estaba hablando de la situación política del momento. Y así, en realidad, se proyectaba en la Antigüedad la imagen de una Roma que, en realidad, no existía.
Si hubo un tiempo infame para la Roma de la República y el Imperio fue el del período monárquico, hasta el punto de que 'rey' se convirtió en una de las peores cosas que le podían llamar a un ciudadano. Los monarcas fueron, se supone, siete. Y aunque de nuevo una violación habría acabado con la institución monárquica (en este caso, la de Lucrecia a manos de un hijo del rey Lucio Tarquinio el Soberbio), los romanos de siglos posteriores concedieron a esos odiados tiranos, al menos, la virtud de haber puesto las bases de numerosas instituciones que fueron definiendo lo que era Roma y la construcción de los primeros grandes monumentos. Otra demostración de la relación ciertamente esquizofrénica que mantenían con su pasado.
Quizá el ejemplo más evidente de esta pulsión de amor-odio de Roma con su pasado fue la Cloaca Maxima. En un momento en el que, más allá de palacios o templos, una de las mayores muestras de civilización era la capacidad para construir grandes y eficientes alcantarillados, la Cloaca se convirtió en motivo de orgullo, pues permaneció en uso durante toda la historia de Roma, se fue adaptando a la expansión de la ciudad, e incluso hoy en día hay tramos que han sido incorporados al sistema de drenaje actual.
Aunque resulta muy difícil determinar de qué momento histórico es cada una de sus partes, la tradición marca que se comenzó a construir en el siglo VI a. C., en pleno reinado de los Tarquinios. Y esta "obra asombrosa, más de lo que pueden describir las palabras", como afirmaba Dionisio quinientos años después, surgida por la necesidad de contar con un sistema de drenaje que aliviara los problemas de una ciudad elevada sobre una zona pantanosa en torno al río Tíber, era tan respetada que hasta se le adjudicó una deidad propia, la Cloacina.
Y sin embargo, aquí vuelve de nuevo la dualidad porque, si la Cloaca Maxima era todo un prodigio que demostraba el genio romano, también habría sido, según contaba Plinio el Viejo en el siglo I, una de las mayores muestras de la insoportable tiranía de los antiguos reyes. Según esta narración, la ingente mano de obra fue reclutada, en régimen de semiesclavitud, entre las capas más pobres de la sociedad romana, y el trabajo se realizaba en unas condiciones de tal dureza que, sin poder soportarlo más, muchos de los habitantes de Roma se suicidaron para no tener que enfrentarlo más. Según Mary Beard, no es que precisamente el rey se sintiera conmovido por ello: "en respuesta, clavó los cuerpos de los suicidas en cruces, con la esperanza de que la vergüenza de la crucifixión tuviera un efecto disuasorio en los demás."
Dado que los trabajos llegaron finalmente a buen puerto, todo parece indicar que así fue, y durante siglos los ciudadanos romanos disfrutaron de los frutos de la tiranía de sus odiados reyes.