Lo más fascinante de la reciente muerte de Muhammad Ali fue la transversalidad de la ola de idolatría que desató. No sólo los fanáticos del boxeo, ni del deporte, ni del Islam revolucionario, sino incluso miles de feministas, veganos y activistas anti violencia gimotearon y colgaron fotos épicas de un señor que daba palizas a cambio de millones, se burlaba intensamente de sus rivales y estaba obsesionado por encima de todo con ser EL MEJOR. Las razones de la histeria colectiva parecen en principio claras. Decenas de expertos nos lo explicaron estas semanas en montañas de artículos que nos hicieron llorar a todos mostrándonos con precisión por qué no se puede no adorar a Ali: Ali era realmente EL MEJOR, no sólo un genio del deporte, sino un revolucionario, un emblema de los débiles, un valiente, un héroe del pueblo.
Pero esta explicación realmente no alcanza. Hay algo más, algo de aroma reaccionario y resentido en estas explosiones de adoración unánime. Ocurrió algo parecido con la muerte de David Bowie y ocurrirá todavía con unos cuantos viejos ídolos más en los próximos años. Creo que estos rituales necrófilos globales unánimes son pequeños episodios de restauración del siglo XX. Es el siglo XX y su lógica dando sus últimos y ruidosísimos estertores. No creo que estemos llorando todos por Ali (mucho menos los que no vieron jamás un combate de Ali): estamos llorando todos por el final de un Orden que añoramos, de un star system plebeyo pero meritocrático que no parece que vaya a volver.
También es cierto que hay un componente necrófilo en todas las épocas y que quizás en la nuestra simplemente esté ampliado (como tantas otras cosas) por el poder de la inmediatez digital. La muerte embellece desde la prehistoria y los entierros multitudinarios existen desde hace siglos. Pero no sólo eso: nos interesa la muerte porque es el cierre de una narración y como tal abre la posibilidad misma de contar y entender una vida de principio a fin. El filósofo alemán Willhelm Dilthey creía que el hilo que permite narrar una vida de principio a fin con algún sentido, -concepto al que llamó “conexión de una vida”- era la célula o el ladrillo fundamental de la Historia como ciencia: no habría posibilidad ninguna de estudiar historia, si no hubiera siempre antes la posibilidad de contar y comprender vidas individuales. Necesitamos consumir biografías (sea en libro, telediario, conversación o cadena de tuits) para comprendernos históricamente. Los griegos necesitaron al “astuto” Ulises o al “valiente” Aquiles para comprenderse y nosotros necesitamos al “polifacético” Bowie y a Ali, “el mejor”.
Pero además, creo que los modos deformes o lógicamente inasibles de la idolatría actual nos generan incomodidad y (auto) desprecio y esa incomodidad y ese deprecio se redimen momentáneamente en la adulación de las grandes figuras del siglo XX. Nuestro llanto más o menos impostado por Muhammad Ali se alimenta del resabio contra las Kardashians, los Youtubers, los Tuitstars, pero sobre todo contra nosotros mismos, pequeños famosos inanes, con nuestras selfies, nuestras batallitas narradas en Facebook, nuestras fotos de comida, bebés y paisajes románticos. Toda esa famita milenial difusa, arbitraria queda (durante unas horas) solemnemente aplastada por el puñetazo unánime del sentido: “THE GREATEST”.
Lo notable es que el siglo XX se percibió a sí mismo como disruptivo, como un “cambalache” que subvertía el orden de la sociedad anterior: entraban como nunca al star system los “cualquiera”, los hijos del pueblo. Y es cierto, ningún otro siglo vivió tantas experiencias reales de movilidad social (y simbólica) ascendente. No otra cosa es el paradigma pop representado en la portada del Sgt. Peppers de los Beatles, en el que no solo figuran grandes artistas o políticos, sino boxeadores (no está Muhammad Ali, pero sí Sonny Liston) e hijos de la clase obrera.
Pero desde nuestra época multitaskeada, ese paradigma parece ya conservador. Nuestra “revolución” en las comunicaciones permite no ya que “cualquiera” sin recursos económicos llegue por sus propios méritos al esplendor y a la fama, sino que cualquiera “incluso sin mérito alguno” pueda aparecer y brillar. Nos reímos con los selfies, los memes, los gifs y los snaps. Pero no soportamos aún del todo la deformidad de nuestra risa y lloriqueamos como soldaditos meritocráticos con cada Ali que se nos va.
* Santiago Gerchunoff es filósofo y librero