Muñequita underground, niña anarquista de la CNT, musa mimada del anacoreta pelirrojo. Iba para abogada -ya entraba en cuarto curso- cuando sacó los pies del tiesto para arrojarse al teatro. “Yo era una marciana y todos me veían como una marciana”. Decía que llevaba una doble o triple vida: mientras hacía el papelón cargando tomos jurídicos, estudiaba política y acudía a manifestaciones. Era una activista hecha verbo. A Emma Cohen (1946-2016) se la recuerda con esos ojos claros y vidriosos de las películas primeras, esa media melena oscura y el flequillo revoltoso. Un disgusto -en belleza, valor y potencia- para su estricta familia de la burguesía catalana.
Fue la Gallina Caponata de Barrio Sésamo y ojito derecho de Adolfo Marsillach en Marat / Sade. Hizo cine del que servía para comer y también del otro -el que se hacía para respirar-. Vivió en París el mayo del 68, hasta que la pilló la policía y le quitó el pasaporte. “Apareció por allí mi madre, acompañada por su hermana, y me dijo que si no volvía se moría. Como no quería matarla, volví”, contó más tarde, con media sonrisa. El 15 de mayo de 2011 se acercó a la Puerta del Sol a llevarle a los manifestantes unos libros y algo de comida. Los miraba y se veía a ella misma en el Odeón francés.
No le molestaba desnudarse porque, decía, todos venimos desnudos a este mundo. Lo que nunca consintió fue que la tomaran por mujer objeto. Célebre es su bronca con el veterano director catalán Ignacio F. Iquino, cuando la contrató para el rodaje de Chicas de alquiler. Él hacía, por entonces, dos versiones de sus películas: una con secuencias pornográficas -para exhibirlas fuera de España, al estar aquí prohibidas por el yugo moral del franquismo- y otra más modosita. Al enterarse Emma de que Iquino pretendía hacer de ella una pornostar, montó en cólera, abandonó el rodaje y no volvió nunca más.
José Sacristán siempre diría, después de compartir sábanas con ella en Solos en la madrugada, que “había mucha pureza en los desnudos de Emma”
José Sacristán siempre diría, después de compartir sábanas con ella en Solos en la madrugada, que “había mucha pureza en los desnudos de Emma”. Residió en Barcelona, donde se empapó del ambiente de la gauche divine, y más tarde en Madrid, donde al segundo asalto se hizo reina del Café Gijón, el Olivar o el Bocaccio.
Emma era arrojo, cultura, transversalidad. Era una mujer libre, sin prejuicios, insobornable a la vulgaridad. Hablaba en alto porque sabía lo que decía; escribía porque tenía memoria. Para muchos nació cuando interpretó a la novia de Edmundo Dantés en la serie de TVE El conde de Montecristo (1969): ahí irrumpió como inspiración del gremio rojo, subversivo e intelectual del momento; compinches locos y surrealistas que querían crear siendo impermeables al caudillo.
Su vida junto a Fernán Gómez
La vida le cambió cuando conoció a Fernando Fernán-Gómez. Fue en 1970, durante el rodaje de la película Pierna creciente, falda menguante. Ella era veinticinco años más joven. Él supo que había encontrado a su “compañera de vida”: “Diez años después, me abandonó”, contaba el genio en sus memorias. “Un año más tarde, ante mi insistencia, volvió conmigo”. Para él ese tiempo fue una suerte de orfandad; ella optó por tildarlo de “año sabático”. En ese lapso tuvo una relación estrecha con Juan Benet. Luego regresó al amor de su vida y nunca más volvieron a separarse.
Llegó Nosotros que fuimos tan felices (Antonio Drove); Bruja más que bruja (de Fernán-Gómez); Tigres de papel (de Fernando Colomo, donde interpretó a la anarquista que era); Mambrú se fue a la guerra, El viaje a ninguna parte y El mar y el tiempo, de nuevo a las órdenes del que también era su mejor amigo. Escribió nueve libros; el último, Magia amorosa para desesperadas y desesperados, en 2014.
Dicen que pudo llegar más lejos pero prefirió proteger el cordón umbilical que la unía a Fernando. Llegaron a reprocharle que esa relación la afeó. Ella se reía y decía que de qué servía estancarse. Para qué estar siempre guapa. Ya no le interesaba sentirse deseada; no ante las cámaras, al menos. Tenía una mano que agarrar y unos ojos pequeños que mirar hondo.
Dicen que pudo llegar más lejos pero prefirió quedarse cuidando el cordón umbilical que la unía a Fernando
“Me pasé 15 años gorda para no hacer cine y cuidar de Fernando”, explicó. Pronto remataba: “Tuve la mejor vida posible porque intenté que la de él también fuera así, me sentía bien porque era lo que quería hacer”. Desapareció la diosa y no le importó. La quiso dinamitar hasta tal punto que un día se rapó el pelo al cero y la gente creyó que era efecto de una quimioterapia.
Cuando Fernán-Gómez se fue, la mayoría de sus amigos comunes ya habían muerto. Emma se quedó sola, viviendo en un monte raro, pequeño y bajo, en una urbanización con nombre de isla y en una calle llamada Luna. “Es como si fuese ninguna parte”, rumiaba. “Vamos, vivo en la Luna”. Nunca quiso ser madre. Apenas fue esposa; mejor, estoica cómplice. Tampoco pedía visitas. “Sola estoy, pero no me siento. Estoy con las hormigas salvajes, con los pájaros, con los libros...”. Ha muerto a los 69 años después de que la venciese un cáncer que había ocultado a casi todos sus seres queridos.