Hace exactamente 190 años, el 31 de julio de 1826, se celebraba en Valencia el último auto de fe público, que culminó con el ajusticiamiento de un reo acusado de herejía. Se trataba de un hecho tan anacrónico, que hasta los encargados de llevar adelante el procedimiento buscaron hasta el último momento una vía de escape para evitar que se consumara, poniendo finalmente en pie una pantomima que, si no hubiera costado la vida a un hombre, habría sido simplemente ridícula.
Aunque la Santa Inquisición, institución creada por los Reyes Católicos en 1478, había sido prohibida por las Cortes de Cádiz, el rey Fernando VII la había restituido en 1814, para luego verse obligado a prohibirla de nuevo durante el Trienio Liberal (1820-23). Con el regreso al autoritarismo, la represión religiosa volvió a ser legal, aunque con un subterfugio: la Inquisición como tal no se restableció, pero en su lugar se implantaron las "Juntas de Fe", que venían a cumplir básicamente la misma función.
En 1824, pocos meses después de su reimplantación, fue detenido Cayetano Ripoll, un maestro que había luchado en la Guerra de la Independencia contra los invasores y sufrido cautiverio en Francia, donde tomó contacto con la doctrina cuáquera y el protestantismo. Cuando volvió a España, donde obtuvo una plaza de maestro en Ruzafa, se había convertido en deísta, un seguidor de una creencia que consideraba que Dios existía y que efectivamente había creado el mundo, pero que en realidad no le importaba lo más mínimo lo que los hombres hicieran o dejaran de hacer con él.
Las pruebas para la detención de Ripoll fueron más que contundentes, o al menos así lo parecieron a los ojos de los miembros de la Junta de Fe: el maestro fue acusado de no ir a misa ni llevar a sus alumnos, de decir "Alabado sea Dios" en lugar de "Ave María purísima", de quedarse en casa y no salir al paso de las procesiones, y de comer carne los viernes. Lo que se dice un hereje de libro.
El maestro fue acusado de no ir a misas, de decir "Alabado sea Dios" en lugar de "Ave María purísima", de quedarse en casa y no salir al paso de las procesiones, y de comer carne los viernes
Sin embargo, durante los veintidós meses que estuvo en la cárcel, en los que no llegó a recibir una acusación formal ni se le asignó un defensor, Ripoll recibió numerosas visitas de teólogos que pretendieron conseguir de él una abjuración de sus creencias, algo a lo que se negó una y otra vez. Finalmente, el 20 de marzo de 1826 fue considerado culpable y entregado a la justicia ordinaria para que aplicase el castigo (la institución eclesiástica como tal no ejecutaba, era el brazo secular el que lo hacía). Con la condena de herejía, sólo fue posible un veredicto: muerte en la horca y quema en la hoguera.
De todas formas, aún se buscaron resquicios para evitar el ajusticiamiento. El propio nuncio escribió al papa informando de lo sucedido, reconociendo que las acusaciones habían procedido en su mayor parte de vecinos analfabetos y que, por el contrario, abundaban los testimonios de la bondad del condenado. Incluso, se buscó ganar tiempo pidiendo su partida de bautismo a su localidad natal, Solsona, probablemente con la esperanza de que no apareciera: dado que la Junta de Fe sólo tenía potestad sobre los cristianos, si no era posible probar que Ripoll estaba bautizado, habría una salida legal para evitar el ajusticiamiento. Pero tampoco en eso tuvo suerte: la partida apareció y llegó a tiempo.
Finalmente, el 31 de julio, Ripoll hizo el camino del condenado a lomos de un burro, soportando la lluvia de insultos, escupitajos y pedradas del gentío que se agolpó para contemplar el espectáculo. Al llegar a la horca, fue subido al cadalso: el procedimiento indicaba que debía ser primero ahorcado, y luego su cuerpo quemado en la hoguera. Sin embargo, en un posible reconocimiento de lo anacrónico de lo que estaba sucediendo en pleno siglo XIX, la hoguera fue sustituida por un barril colocado bajo la horca, sobre el que se habían pintado llamas para simular el fuego. El cuerpo de Ripoll, al ser ahorcado, cayó en su interior, rodeado por las llamas de mentira, y el barril fue llevado al río. Más tarde, sus restos fueron enterrados anónimamente fuera de los muros del cementerio. Tenía 48 años de edad.
El auto de fe tuvo una tremenda repercusión internacional, y llegaron multitud de protestas. El propio Fernando VII montó en cólera porque no había dado el visto bueno a la sentencia de la Audiencia de Valencia, como era preceptivo. Todo el escándalo que se formó impidió que se volviera a condenar a nadie más y, finalmente, en 1834 fueron abolidas las Juntas de Fe, la última encarnación de la Inquisición. A partir de ese momento, ésta sólo volvería a instaurarse parcialmente, y durante poco tiempo, en los territorios bajo control carlista durante el reinado de Isabel II.