El gran producto de las olimpiadas contemporáneas es el telespectador olímpico. El telespectador olímpico es, en cierto modo, el ideal, el modelo por antonomasia de todo telespectador. Es el telespectador perfecto: una persona que se emociona hasta el llanto con un espectáculo que no le interesa y del que apenas conoce las reglas.
El telespectador olímpico no tiene por qué ser un fanático del deporte; de hecho, en la gran mayoría de los casos, no lo es. El fanático del deporte alienta, adora, insulta y exige a un deportista millonario que hace algo que él jamás sería capaz de hacer. Lo sigue todo el año, le entrega una buena parte de su tiempo libre, le es fiel, el deporte es su pasión. El telespectador olímpico, en cambio, solo dedica un puñado de días cada cuatro años a su repentina afición. En su vida cotidiana jamás (literalmente jamás) se interesa por la navegación a vela, el salto de trampolín, el tiro con carabina o el vóley playa femenino que en estos días lo conmueven. El telespectador olímpico es, en rigor, un turista del deporte.
El telespectador olímpico jamás insulta a los deportistas, a diferencia del fanático del deporte que no tiene empacho en gritarle a sus ídolos “¡corre, paquete, sin vergüenza, cabrón!” Esto de la capacidad de insultar tiene su importancia: para insultar hay que entender (o creer que se entiende) y esperar unos resultados que pueden darse o no. El telespectador olímpico no entiende y no espera ningún resultado o récord en concreto; se emociona cuando los locutores y los periodistas le indican que está presenciando una hazaña.
¿Por qué nos importa tanto este espíritu deportivo? ¿Por qué sólo podemos experimentarlo durante tres semanas cada cuatro años si es tan importante?
Aunque parezca que los récords históricos de los grandes deportistas son la crema de las olimpiadas, su esencia como espectáculo televisivo reside en sus miles de abnegados actores secundarios. No Bolt, ni Phelps, sino las piragüistas polacas o los lanzadores de martillo kazajos son las estrellas más propias de la gran telenovela global a la que asistimos en estos días. Y de entre estos aparentes actores secundarios los más esenciales no son los ganadores, ni los mejores, sino los que dan lugar a LA escena moral olímpica: el atleta humilde que ya ha perdido y ha “caído del podio” al cuarto lugar quedándose sin la preciada medalla y que aun así se acerca a abrazar y consolar al rival que ha quedado tercero pero gime sin parar porque ha sido vencido por el segundo. Esto es el espíritu deportivo, la verdadera joya que las olimpiadas rescatan o protegen y que los locutores de TV subrayan una y otra vez mientras nos explican las incomprensibles reglas de la lucha grecorromana o nos advierten del carácter de “proeza” que tiene el lanzamiento de disco que acabamos de ver por una señora cubana de 120 kilos.
¿Por qué nos importa tanto este espíritu deportivo? ¿Por qué sólo podemos experimentarlo durante tres semanas cada cuatro años si es tan importante? En 1921, José Ortega y Gasset escribió un ensayo titulado El origen deportivo del Estado. Más allá de cierto tono de historia-ficción algo delirante, Ortega hace ahí una distinción interesante entre utilidad y deporte como las dos hipotéticas fuerzas políticas creadoras fundamentales. Según el filósofo español, el siglo XIX consumó la falsa creencia moderna en que es la utilidad (la respuesta articulada a las necesidades naturales) la fuerza motora fundamental para que los hombres se organicen políticamente y funden estados. Contra el culto moderno a lo útil, Ortega -quizás fascinado por la incipiente aparición del deporte de masas-, sostiene que la fuerza política originaria es el espíritu deportivo, la vitalidad pura, ajena a toda noción de utilidad o logro.
No parece descabellado vincular esta “reacción” anti utilitaria, anti moderna, al impulso del fundador del olimpismo moderno (en 1896), el barón Pierre de Coubertain, un aristócrata para el que el amateurismo era la esencia de lo olímpico que la sociedad moderna necesitaba recuperar. Frente a la maquinaria productiva, utilitaria moderna, el espíritu aristocrático antiguo, el desinterés por los resultados.
Aunque con los años los juegos se han profesionalizado, es este espíritu aristocrático, desinteresado, el que embarga durante unos días al telespectador olímpico. En tanto que trabajadores, necesitamos vacaciones anuales para seguir produciendo después; pero en esos días improductivos, sentimos que somos libres. En tanto que público televisivo, habituado a los entretenimientos más inmorales, el “espíritu deportivo” de las olimpiadas es la preciosa playa por la que paseamos durante tres semanas cada cuatro años, como turistas de la dignidad deportiva, antes de volver, tristemente, a nuestra rutina más o menos vulgar.