La primera vez que vi a Fidel Castro uno de sus escoltas interpuso su brazo contra mi pecho, me atrapó en un impecable paso de baile, y me lanzó detrás de una cuerda que marcaba el perímetro para que nadie se acercara. Mi madre había querido que me atreviera a traspasar la cuerda y lo abrazara, yo tenía cinco años. Tuve que esperar otros diez años para que en una tarde cualquiera, en medio de una cancha de baloncesto de la Escuela Vocacional Vladimir Ilich Lenin, Fidel apareciera sin avisar ni siquiera al director general de la institución, y se zambullera entre los alumnos de la élite del país que en ese momento hacíamos deporte. Esa vez no hubo perímetro: desde su altura de pirámide entre las nubes, Fidel se inclinó estirando su mano para que yo le alcanzara el balón, y me dijo: “Los pioneros revolucionarios deben ser los primeros en dos frentes, la defensa de la patria y el deporte”. Y a continuación agregó: “¿Te gusta el basket, aunque seas tan chiquito?”
Durante el resto de la semana mis compañeros de clase me llamaron ‘el enano basketbolista’. Y quizá me hubiese quedado con el mote de por vida, de no ser porque uno de esos profesores comprometidos, refulgente cuadro del Partido, dictó orden de censura contra todo aquel que me llamara enano basketbolista, porque las palabras del Comandante no podían justificar la burla sobre un compañero. Entonces no extraje moraleja alguna, pero cuando hoy he despertado con la noticia de la muerte de Fidel Castro, recordé aquella anécdota y de inmediato pensé: Todo lo que sale de Fidel, hasta su muerte, tiene dos caras. La solemnidad y la burla, el luto y la fiesta, la verdad circunstancial y la mentira que planea como una sombra etérea y abarcadora.
Todo lo que sale de Fidel, hasta su muerte, tiene dos caras. La solemnidad y la burla, el luto y la fiesta, la verdad circunstancial y la mentira
Pero mi experiencia con el Comandante fue mucho más ardua y me marcó a hierro candente. A los nueve años la directora de la escuela primaria se percató de mi buena memoria, y como se conmemoraba no sé qué aniversario del asalto al cuartel Moncada, baluarte de la dictadura de Batista, comandado por el entonces joven Fidel Castro, a la profe se le ocurrió que yo me aprendiera de memoria el famoso alegato con que Fidel se defendió en el juicio tras el fallido ataque. Fue el comienzo de mi meteórica carrera de actorcito escuálido e imberbe representado a Fidel. Me colgaron una barba cutre, alargaron mis patillas, y me embutieron en un uniforme militar para que recorriera estrados, escuelas, campamentos de pioneros, escenarios de multitudinarios actos del Partido, y toda la escala de los concursos de teatro infantil que iba ganando por KO contra mis contrincantes. ¿Quién podía medirse contra alguien que encarnaba la figura del Comandante?
Pero al final fui derrotado, y no por otro niño histriónico, sino por una línea defensiva de ‘otro tipo de actores’. Los cubanos no están unidos, están reunidos: en comisiones, sindicatos, manifestaciones, sesiones del partido, y compañeros que cruzan informes. Días antes de la gran competición que prometía darme el premio nacional en la arena de los teatros pioneriles cubanos, una comisión de censura se reunió y pidió presenciar, a puertas cerradas, el famoso alegato del Moncada con que un niño estaba triunfando en La Habana. Como dice la canción: se acabó la diversión, llegó el Comandante y mando a parar. ¿Cómo era posible que aquello hubiera llegado tan lejos? ¿Qué era eso de que un pionero flaco y delicado hasta el amaneramiento, encarnara la viril figura del Comandante en Jefe? Dar al César lo que es del César, y la moneda siempre tiene dos caras. Mi triunfo se vio reducido a oprobio, y se le prohibió a mi escuela que siguiera adelante con mi carrera de actorcito revolucionario.
Esa fue la primera vez que pensé que quizá, solo quizá, la figura de Fidel podía traer la infelicidad. La cara oscura de la experiencia había aplastado mi breve estatura de nueves años. Desde entonces mi vida revolucionaria pasó de ser un himno a ser un tango: cuesta abajo en su rodada. La crónica anunciada de mis ilusiones perdidas. Como le ha ocurrido a toda mi generación, que nació con la Revolución ya hecha y derecha, sin haber formado parte de ella. Teníamos que procesar mensajes y decidir si los abrazábamos con entusiasmo, o nos convertíamos en disidentes. Hoy que ha muerto Fidel se me ha encendido como un flash una idea: tengo 46 años, y eso quiere decir que toda mi generación de hijos de Castro debería protagonizar la transición. Pero en lugar de heredar los espacios del diálogo, la iniciativa revitalizadora y el gesto de abrir puertas y ventanas, hemos heredado, como mucho, la voz desde el exilio. Porque hay generaciones que no se revelan: emigran.
Acabo de ver en la televisión española las primeras reacciones de la gente en las calles de La Habana, y me he indignado. Cuando hace poco estuve dos meses en la isla, todo el mundo hablaba mal de los hermanos Castro. Y ahora veo que esos primeros entrevistados, uno incluso con pinta de delincuente profesional e hijo de la Revolución, exhiben su platanero orgullo por la figura del Comandante. ¿Tuvo mala suerte el periodista? Una vez más, todo lo que tiene que ver con Fidel posee dos caras. Sospecho que cada vez que en estos días una cámara le apunte a alguien en La Habana, va a hablar bien de Fidel. La explicación más fácil es el miedo. Pero existe algo más profundo e invisible. Ni siquiera me atrevo a decir que mienten, porque sé que toda mi generación ha aprendido a vivir con verdades contrarias, o con mentiras que se turnan tomando el relevo. Es el momento de sentirse orgullos por ‘algo’, ya que no tenemos nada. Y eso es lo más triste de los regímenes totalitarios: que las estructuras de poder y la nomenclatura consigue calar tan hondo en las almas, que hay un momento en que el problema ya no pertenece solo a la presencia del Caudillo.
Sospecho que cada vez que en estos días una cámara le apunte a alguien en La Habana, va a hablar bien de Fidel. La explicación más fácil es el miedo. Pero existe algo más profundo e invisible
La Revolución se prolonga en Raúl Castro, y no porque sea un líder, ni de lejos, de la talla de su hermano. Toda la tribu es, de algún modo, el caudillo. Toda reconstrucción pasa por el olvido. Mi memoria conserva, palabra a palabra, aquel alegato del juicio del Moncada del teatro de mi vida a los nueve años. Y me pregunto: ¿Es posible el olvido, mientras sigamos vivos?
*Ronaldo Menéndez es escritor. Nació en La Habana y entre sus obras destacan 'Rojo aceituna' y 'Las bestias'. Este año ha publicado su nuevo trabajo, 'La casa y la isla', que trascurre durante la revolución cubana.