“Este obra me ha salido de los ovarios y con ella celebro ser mujer.” Así resumía Rocío Molina a El Español Caída del cielo, obra con la que ha inaugurado el Festival de Flamenco de Nimes, que se celebra hasta el 21 de enero, con el público en pie. No era una propuesta fácil, pero la bailaora de 32 años, que fue Premio Nacional de Danza con 26, le ha dado otra vuelta de tuerca a lo jondo y el público francés la ha bendecido. Abrieron sus músicos con Vuelta de Paso del disco Omega, de Enrique Morente y Lagartija Nick, tema que junto a La leyenda del tiempo de Camarón de la Isla a media función, dejaba claro que este espectáculo de Molina se alinea con los rompedores.
La bailaora arrancó con bata de cola, tirada en el piso, haciendo alarde de técnica y de cuerpo porque ahora además de bailar de pie, baila tumbada. Mostró un amplio repertorio de zapateados, giros y quiebros de tronco, manos, pies y brazos hechos en horizontal, lamiendo el suelo. Mezcló, como hace siempre, elementos del flamenco más ortodoxo con danza contemporánea e incluso con bailes más propios de una rave.
También ejecutó una soleá impecable acompañada del bajo eléctrico de José Ángel Carmona. Molina se quedó en ropa interior, también en cueros, volvió a vestirse de corto y también de largo e incluso usó unos plásticos para hacerse una falda, momento que aprovechó para embadurnarse de pintura color corinto con la que puso sobre el escenario su menstruación: un tema nunca tocado en el arte flamenco. “El cuerpo de la mujer se ha tratado con repugnancia demasiadas veces y por eso he querido poner en escena una estética asquerosamente bella”.
Un falo entre las piernas
Molina es clara cuando habla pero es bailando cuando resulta más elocuente. Asegura que no es feminista, pero dice que es necesario seguir luchando para que haya igualdad. Dice que no habla de política porque no entiende, pero tacha de “torpes” a las instituciones españolas por no invertir más en educación y cultura.
En la entrevista habla de un libro que le gustó mucho en sus años de estudiante: Tratado sobre la práctica del teatro No, de Zeami Fushikaden, pero también eso lo baila mejor que lo cuenta. En Caída del cielo se ve la influencia que tiene sobre ella ese tipo de teatro japonés: en la luna que adorna muchas escenas; en el minimalismo del escenario o en el cambio, sutil pero constante, de roles sexuales.
Para pasar al masculino, por ejemplo, Molina se muestra irreverente y mordaz, porque el mismo palo con el que baila y marca el compás, se vuelve escoba con la que echa a volar como una bruja. Luego se frota con la misma vara, que pronto deja de ser consolador para convertirse en falo erecto entre las piernas de la bailaora.
Tampoco es este un tema muy flamenco. “Esta vez he querido provocar sin disimulos”, contesta divertida sabiendo que toca asuntos que levantarán ampollas en el mundo jondo que tan bien conoce. Sabe que practica un arte pasional y apasionado pero que apenas se roza, mucho menos la entrepierna. Por eso choca tanto verla zapatear queriendo palparse el coño, algo que sus músicos le afean y le impiden, interpretando a la sociedad represora que enseña a la cría a ser chica y no chico, a ser fina y no ordinaria.
El humor es clave en toda la obra, la más ácida de su carrera. El público reacciona riendo a su conato de twerking vestida de torerilla; a sus contoneos tan y tan femeninos, que acaban resultando absurdos; a sus caídas, frecuentes y variadas: de rodillas, de cara, de culo, de espaldas. Esos batacazos son otro de los temas de la obra, talegazos que dejan cicatriz y que marcan el momento en el que la vida se pone seria, pues nadie se cae del cielo, de la silla o del guindo, digno, de pie y sin hacerse costras.
“En España somos más borreguitos”
A Molina no le preocupa que este espectáculo traiga cola. Lo presenta en el Festival Jerez el próximo mes de febrero y será un buen momento para calibrarlo en un entorno muy distinto de donde lo ha presentado. En Nîmes no ha habido resoplidos, ni cejas arqueadas, ni nadie preguntándose si eso que hace ella es o no es flamenco. En Nîmes, el silencio sólo se rompió para toser, reír y aplaudir porque el público le siguió la pista a su espectáculo desde inicio. “El español es un público más calentito, pero el francés es más entendido porque está acostumbrado a ver danza”.
La malagueña asegura que le encantan las sesiones que organizan muchos teatros galos al acabar la función para que los espectadores puedan preguntar al artista sobre la obra. “En España somos más borreguitos, vamos más a la masa, en buena medida porque no nos educan. Si nos llevaran al teatro de chicos como nos llevan de tapas, la cosa sería muy distinta”.
A esta mujer, ante quien el mismísimo Mijaíl Barýshnikov se puso de rodillas tras verla actuar en Nueva York, no le falta trabajo en su país, pero valora mucho lo que tiene en Francia. No sólo porque en Nîmes haya un evento como el festival de flamenco con 27 años de historia y fruto de la enorme inmigración española. Es también porque hay eventos parecidos en ciudades como Arlès, Avignon, Toulousse o Mont-de-Marsans. Y porque si uno mira la producción de su anterior espectáculo, Bosque Ardora, ve tres patrocinadores españoles frente a siete franceses. Y también le gusta Francia porque en el Teatro de Chaillot de París es artista residente. “Me dan libertad absoluta. No me imponen condiciones y me dejan equivocarme. Y así sí que se patrocina y se fomenta la creación”.
El origen del Chaillot explica, en parte, cómo entienden la cultura en el país vecino: nació como Teatro Nacional Popular de manos de un Ministro de Trabajo, Josep Paul-Boncour, en 1920, y además de un edificio, lo dotó de una ley que garantizaba un presupuesto: 100.000 francos de los de entonces. No todo son bondades en la política cultural francesa, pero a un público más formado y a un patrocinio entendido como inversión social y no económica se suma también que el IVA que abonaron los espectadores por ver a Molina en Nîmes fue del 5,5% y los que la verán en Jerez tendrán que pagar un 21%.
Declaración de guerra
“Derrocha inestabilidad, traspasa lo imposible, abusa de lo improbable y, a fuerza de negar, mediante su esfuerzo, el estado común de las cosas, crea en las mentes la idea de otro estado, un estado excepcional”. La cita es de Paul Valèry y se refiere a La Argentina, bailaora de principios del siglo XX a quien dedicó su “Filosofía de la danza”, pero bien podría hablar de Molina, que al final de Caída del cielo se metió entre el público, repartió flores y ya vestida y con el pelo suelto convirtió un show de múltiples referencias y niveles de lectura, en una verbena.
Molina asegura que su danza siempre es autobiográfica, que refleja quién es y el momento vital en el que se encuentra. Si Vinática fue un capricho, su ciclo de improvisaciones un duro examen y Bosque Ardora, una fantasía shakesperiana, su último trabajo es una declaración de guerra y de intenciones. Porque ella, hija de un ama de casa y un cocinero, no tiene legado artístico de sangre (el que más pesa en flamenco) que la domine y es inusualmente valiente. Tiene ya varios premios, una técnica casi perfecta y una buena compañía: Pablo Martín-Jones, José Ángel Carmona, Eduardo Trassierra y El Oruco.
En Caída del cielo, además, está Carlos Marquerie, director de escena con el que ha hecho un buen trabajo. Por todo eso, Molina tiene poco que perder en la contienda que ha emprendido contra el aburrimiento y el flamenco mucho que ganar con su cabeza. Está por ver si la ortodoxia se deja.