En cierta ocasión, como preámbulo de uno de esos largos y estrechos recorridos culinarios en que suelen consistir los menús degustación, me sirvieron una hoja de arbusto. Una hoja mínima y solitaria, sin aderezo alguno, colocada en el centro de un enorme plato blanco. Como una mancha en un traje de novia. “Se trata de apreciar su sabor a mar”, nos adelantó el jefe de sala, tal vez convencido de que es normal tener que explicar esa clase de cosas. Recuerdo que sujeté aquella hojita con la yema de los dedos, la coloqué con suavidad sobre mi sentido del ridículo y me la tragué.
A veces conviene no acercarse demasiado a la frontera que separa la genialidad de la tomadura de pelo. Corre uno el riesgo de olvidar de qué lado se encuentra. Entre ambos mundos se produce una vecindad tan difusa, tan contigua pero a la vez tan ajena, que resulta inevitable encontrarse con maravillas tomadas por fraudes o con bufonadas entendidas como obras de arte.
Durante los últimos meses, en Milán se han celebrado diferentes exposiciones. Por ejemplo, las consecutivas de Gauguin y Miró, instaladas ambas en los salones del MUDEC. O la muestra sobre la obra de Rubens y su influencia en artistas italianos del Barroco como Bernini, Lanfranco y Luca Giordano, que se puede visitar hasta el próximo día 27 de febrero en el Palazzo Reale. Un espacio muy particular que, recientemente, también ha recibido una colección de grabados y dibujos de M.C. Escher y que viene a completar el trabajo que se desarrolla en el Palazzo Dugnani, el Castello Sforzesco, el Museo del Novecento y el resto de galerías y museos emblemáticos de la ciudad.
Los manolos
Desde el pasado 26 de enero hasta el próximo 9 de abril, además, también puede uno viajar a Milán para contemplar zapatos. Zapatos carísimos, eso sí, pero zapatos al fin y al cabo. Comisariada por Cristina Carrillo de Albornoz, el Palazzo Morando acoge una muestra de doscientos doce pares de “manolos”, los famosos stilettos del diseñador español Manolo Blahnik, superándose así la típica agenda de conciertos, obras de teatro o exposiciones de pintura y escultura para incorporar a la oferta cultural una colección de zapatos. The Art of Shoes, se denomina la exposición. Justo lo que los amantes del arte llevaban años reivindicando.
La veneración de un zapato de tacón en sus múltiples variantes es un buen ejemplo del delicado e inestable contraste en que se traducen algunos de los apetitos más perversos de la cultura popular, como su devoción por lo mundano, su gusto por lo exclusivo, su ramalazo snob y su punto hortera. Madonna llegó a decir que los “manolos” son “mejores que el sexo y duran más”.
La veneración de un zapato de tacón en sus múltiples variantes es un buen ejemplo del delicado e inestable contraste en que se traducen algunos de los apetitos más perversos de la cultura popular
En un episodio de Sexo en Nueva York en el que la protagonista está siendo atracada, ésta le dice a su asaltante: “Por favor, señor, puede llevarse mi Fendi, mi anillo y mi reloj, pero no se lleve mis Manolo Blahnik”. Su pareja incluso llega a pedirle matrimonio hincando la rodilla y colocándole en el pie uno de los zapatos de Blahnik —un modelo Hangisi en azul con piedras de Swarovski—. Un accesorio de vestimenta convertido en becerro de oro.
Y es natural. La elevación a los altares de un objeto tan terrenal como un zapato, un bolso o un teléfono es coherente con los tiempos que corren. Son los nuevos mitos a los que se refiere el filósofo Jean Baudrillard en el imprescindible ensayo La sociedad de consumo (Siglo XXI, 2009). Signos que nos objetivan, que conforman un lenguaje visual con el que expresamos de un solo vistazo nuestra pertenencia a toda una serie de categorías. Es el ancestral juego de las apariencias y es perfectamente respetable. Faltaría más. Allá cada cual y su credo. Pero su consideración como obra de arte raya en lo ridículo.
Entre Rubens y el zapatero
Porque se trata precisamente de eso. Hemos colocado en un mismo plano la obra de Rubens y la obra de un zapatero. Un profesional que será un artesano brillante y habrá alcanzado la excelencia estética y superado todas las cimas del mundo del diseño, pero de ahí a igualarlo a Gauguin, Bernini o Escher hay un trecho. O debería haberlo.
No puedo dejar de imaginarme esa exposición en Milán, con su comisaria elaborando el guion de la muestra y eligiendo los doscientos doce pares de zapatos, las placas explicativas debajo de cada pieza, los asistentes paseando por los pasillos con su folleto en la mano, contemplando cientos de zapatos, comentando la destreza del autor, comparando el estilo de algunos ejemplares con el de otras escuelas y corrientes. “Es innegable la influencia de los maestros zapateros del XVII en el remate de este tacón”. Ya casi puedo escuchar toda la retahíla de clichés museísticos trasladados al mundo de la zapatería.
“Es innegable la influencia de los maestros zapateros del XVII en el remate de este tacón”. Ya casi puedo escuchar toda la retahíla de clichés museísticos trasladados al mundo de la zapatería
Como decía al principio, acercándonos demasiado a la frontera que separa la genialidad del disparate corremos el riesgo de no distinguir ambas cosas. A simple vista parece que en esa región confusa los referentes culturales están tan desdibujados que hemos terminado encumbrando unos zapatos como obra de arte. El último eslabón del culto al objeto. Pero podría no ser así y resultar que la normalización de una colección de “manolos” como exposición artística es el siguiente paso a dar. Por su belleza. Por su perfección estética.
Otra cosa que goza de belleza y de una incomparable armonía estética es el sushi. A lo mejor alguien podría comisariar una exposición temporal de sushi en el Reina Sofía. O del iPhone 7. O de canicas. Las canicas también son muy bonitas.
Recuerdo el aspecto absurdo de aquella hoja diminuta en el centro de aquel plato exagerado. Al comentarlo con algunos de mis acompañantes al salir del restaurante descubrí que a algunos les había parecido una tomadura de pelo. A la mayoría, sin embargo, una genialidad. Curiosamente, todos ellos llegaron a sentir el mar en su paladar.
Otra cosa que goza de belleza y de una incomparable armonía estética es el sushi. A lo mejor alguien podría comisariar una exposición temporal de sushi en el Reina Sofía. O del iPhone 7. O de canicas
Puedo imaginar cuál sería mi reacción si me llevasen a una exposición de arte y me encontrase con doscientos doce pares de zapatos, tuviesen estos el nombre de pila que tuviesen. Lo curioso es que no estoy seguro de ser capaz de imaginar la reacción de los demás. Tal vez, para uniformar sensaciones, sería interesante que alguien fuese explicando a los asistentes cómo reaccionar. Con la gastronomía, al menos, parece que funciona.