De pronto un puñado de periodistas norteamericanos empezó a ponerle títulos raros a sus artículos (There Goes (Varoom! Varoom!) That Kandy-Kolored (Thphhhhhh!) Tangerine-Flake Streamline Baby (Rahghhh!) Around the Bend (Brummmmmmmmmmmmmmmmm) . . . . . , Aquellos audaces jóvenes en sus máquinas voladoras… ya no son lo que eran); a dedicar más tiempo del que dictaba el sentido común al seguimiento de una noticia; a preguntar a la gente que pasaba por allí y darle tratamiento de fuente.
También empezaron a condimentar sus textos con toda una serie de ingredientes que no formaban parte del menú periodístico sino más bien de la escritura de ficción (narradores omniscientes, narradores protagonistas, diálogos contextuales y larguísimamente completos, detalles que un buen profesor de la época juzgaría inútiles o molestos, artimañas como el suspense, el cliffhanger o la creación de expectativas, énfasis desmedidos, sintaxis peliculeras); a pasarse la pirámide invertida por el forro, a meterse en la historia o hasta comprometerse con ella más de lo que marcaban las normas de conducta del gremio, a entrarle de lado a las dichosas W de la noticia y a tratar sus textos como si en ello no sólo les fuese el sueldo, sino también la vida. La vida artística, se entiende.
Porque esa es la cuestión. Muchos de estos bárbaros que escribían artículos como quien compone un reportaje, reportajes como quien arma un libro, y libros como quien cava su propia fosa –como hizo Hunter S. Thompson con Los Ángeles del Infierno, algunos de los cuales acabaron dándole una buena paliza por meter sus narices donde no debía–, se veían a sí mismos como artistas, y no sólo como periodistas.
A eso se refería Tom Wolfe cuando los bautizó como bárbaros, pues la etiqueta es suya; él era, en aquellos tiempos, quien le ponía el nombre a estas cosas. En su ensoñación teórica, en su ánimo aglutinador y propositivo, desde su posición de pope vanguardista adicto a los trajes caros y las fiestas de la alta sociedad, Wolfe hacía referencia al Imperio Romano para referirse nada menos que a la novela, y a los bárbaros para designar a este puñado de periodistas que, en su opinión, se hallaban ya a las puertas de la muralla y estaban dispuestos a invadir y devastar el territorio del gran género narrativo del momento con sus textos basados en hechos reales. El nuevo periodista iba a ser el auténtico novelista. La verdad desbancaría a la ficción (pues todas estas tretas nunca perdieron de vista el objetivo del periodismo: contar la realidad), y lo haría además de una forma irreversible e inesperada: utilizando sus propias armas.
Agrupados
Para eso, primero era necesario asumir la libertad estilística del novelista, defender su derecho a plantear cualquier punto de vista, entrarle al texto por los lugares menos esperados, modularlo siguiendo las mismas premisas y armar sin prisa pero sin pausa un corpus de textos y de autores que representase la propuesta. Ahí, Tom Wolfe tuvo suerte. Todo eso se lo encontró ya hecho. Estaba sucediendo a su alrededor. Nombres como Truman Capote, Terry Southern, Barbara L. Goldsmith, Rex Reed, Nicholas Tomalin, Joe McGinnis, Hunter S. Thompson o Robert Christgau habían surgido por su cuenta y riesgo (y con el imprescindible apoyo de otro puñado de revistas), y lo mejor era que él mismo formaba parte del grupo. De un puñado de periodistas norteamericanos que, no hacía mucho, había empezado a ponerle títulos raros a sus artículos. De un grupo que en realidad, hasta que hizo él su entrada en escena, no existía ni se le esperaba. De una banda (La banda que escribía torcido, los llama Marc Weingarten en su libro) que él, con el ánimo de André Breton, se encargó de articular.
El nombre que le puso Tom Wolfe fue “Nuevo Periodismo”. Corrían los primeros sesenta, ese fue el marco inicial de una etiqueta que, por otra parte, ha tenido una larga vida más allá de su origen. Aunque un nombre no era suficiente, había que articularlo a nivel teórico y respaldarlo con hechos. Fue así como armó la antología El nuevo periodismo (publicada por Anagrama, con traducción de José Luis Guarner), antecedida por un extenso estudio genealógico, fenomenológico y estilístico. Aquí es donde plantea su asedio a la novela (el título es Igual que la novela; primero había que llegar, luego desbancar), donde tacha de pelmazos a los “viejos periodistas”, y donde establece unos precedentes para el género que se está montando, esta forma bastarda, liminal, insólita e indeterminada de escribir periodismo; una inteligente genealogía que, no por erudita y oportuna, acaba, ya pasado un tiempo, siendo la más acertada. ¿Por qué?
Precedentes
Porque resulta que en ese mismo momento, o incluso bastante antes en algunos casos, en el cono sur del mismo continente desde el que habla Tom Wolfe resulta que hay autores como Gabriel García Márquez (Relato de un náufrago, 1955), Rodolfo Walsh (Operación masacre, 1957), o Elena Poniatowska (La noche de Tlatelolco, 1971), que le están dando la vuelta al periodismo de un modo muy parecido. Ninguno de ellos es considerado un Nuevo Periodismo, ni siquiera un nuevo periodista, o por lo menos no lo serán hasta pasado un tiempo. ¿A qué se debe este decalage? En mi opinión es comprensible, no hay ninguna malicia en ello. Existen varias razones. Primera: Wolfe no lee español. Segunda: Relato de un náufrago no fue considerada una obra de Gabriel García Márquez, sino pasado un tiempo; hasta entonces, el gesto Nuevo Periodismo de Márquez (lo digo con ironía) había llegado al extremo (por otros motivos desvinculados de cualquier consciencia de pertenecer a movimiento alguno, por supuesto) de no firmarlo, cediéndole este privilegio al propio náufrago, el señor Velasco.
Tercera: allí donde los norteamericanos centraban una parte importante de su esfuerzo en retratar la naciente cultura pop, los autores latinoamericanos citados se ocupaban de temas exclusivamente políticos. Por eso el estudio de Wolfe, por lo menos en este aspecto, resulta incompleto.
Antecedentes
Por otra parte, aquello era nuevo sólo en el sentido que Wolfe le dio, podríamos incluso decir que en el que Wofe lo construyó. Era nueva la abundancia de es tipo de textos, su aglutinamiento alrededor de una serie de revistas, su presentación conjunta al público. Pero para decir lo mismo de los recursos utilizados, incluso si hablamos de periodismo, haría falta pedirle permiso a tanta otra gente (Dickens, Camba, London, Balzac, Hersey, Orwell…) que la nómina sería demasiado larga como para citarla bajo la urgencia de un artículo encargado tras la muerte del gran Wolfe.
Sucede que ni ellos, ni tampoco Márquez, Walsh o Poniatowska contaron con un Tom Wolfe. Con un Breton que, en cierto modo a la manera de lo que sucedió con el Surrealismo, organizase la nómina y articulase el grupo a nivel teórico.
Esa es una parte importante del legado que deja tras de sí Tom Wolfe. No sólo su propia obra, que como en el caso de otros compañeros de batallas, se reparte entre la ficción y la no ficción.
También la invención de una categoría que nos sigue sirviendo hoy en día (con variaciones como New New Journalism o Nuevo Periodismo Latinoamericano), cuando, pasados 50 años, el concepto de “nuevo” ha dejado de tener cualquier vínculo con el significado de la palabra. Pero nos seguimos entendiendo, eso es cierto.
El Nuevo Periodismo sigue siendo una etiqueta útil para hablar de una parte de la obra de Martín Caparrós (que lo llama Lacrónica, así, todo junto) o de David Foster Wallace, y eso no es poco. De modo que no puede usted quejarse, señor Wolfe, casi 90 años no está nada mal, y por aquí hay un montón de gente que sigue hablando de usted. Déle recuerdos de mi parte al resto de la banda, si se los encuentra usted ahí arriba. O ahí abajo.
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Robert Juan-Cantavella (Almassora, 1976) es escritor. Sus últimos libros publicados son la novela "Y el cielo era una bestia" (Anagrama, 2014) y "La Realidad. Crónicas canallas" (Malpaso, 2016).