El autor de manga Jiro Taniguchi vivió más allá de las palabras, en el deleite poético del paisaje insípido. En la insipidez de la soledad en medio del ruido, desveló el dibujante el sabor más extremo: lo insípido como algo inagotable. En la obra del japonés nada acapara la atención, nada deslumbra con su presencia, todo es equilibrio, todo es sabor, y a pesar de su realismo exasperante, nada responde al realismo de los fenómenos, ni se estanca en ellos.
Taniguchi ha dejado estampas de un mundo que exalta el detalle, sin insistir en el fenómeno. Su obra es tan íntima que se presta como pocas al itinerario interior del camino más largo, el de la contemplación. Uno las contempla sin poder fijar la mirada con precisión: imágenes silenciosas y encerradas en sí mismas, poseen el encanto de las fórmulas definitivas. De su legado se desprende que el arte más perfecto no es necesariamente aquel cuyo efecto está más logrado, pues su perfección lo hace fracasar.
Hace 15 años apareció en España El almanaque de mi padre, libro emparentado con el gran Barrio Lejano (Ponent Mon), cuyas publicaciones coinciden con la explotación de un nicho de lectores de cómics que en su crecimiento intelectual se había quedado huérfano de lecturas. La novela gráfica surgía para saciar el hambre de relatos sin superpoderes y la llegada de Taniguchi con aquel relato sobre el viaje a la infancia de un personaje que trata de resolver sus cuitas familiares, supuso el desembarco de un autor sin apetencias por la acción, de dramas cotidianos creados por la tensión entre el progreso y las tradiciones, y una concepción plástica lineal y de vacío.
No pasa nada
“Los señores Harada pasaron el día en el corredor que da al exterior, bañado por el cálido sol de primavera, contemplando las ramas del olmo hasta que les dolió el cuello”. Los Harada descubren nuevos brotes en el olmo de su jardín, en el arranque del extraordinario El olmo del cáucaso (Ponent Mon). Esta escena es la esencia destilada de la obra de Taniguchi, cuyo epítome se encuentra en El caminante, obra cumbre del autor. Lo insípido en grado sumo: silencio, planos largos y sin urgencia, blanco y negro con profusión de las sombras, movimientos de cámara inapreciables en los que nada turba la calma del protagonista, cuya mirada dirige la del lector.
No hay lugar al capricho. Nada intenta incitar o seducir, nada trata de forzar la atención. Taniguchi es la némesis de Osamu Tezuka, creador de Astroboy. Pintó el mismo paisaje durante toda su vida, y en él siempre un trabajador acaba su jornada laboral, agotado, borracho o de resaca, para subrayar el contraste de seres a medio morir que pierden la vida y el tiempo por un salario mínimo, mientras ahí afuera todo bulle monótono, monocorde, vivo. “Este cerezo lleva aquí desde mucho antes de que yo naciera”, le explica una mujer a un hombre, sentado a la sombra del árbol. Las páginas pasan sin prisa, para mostrar una situación absolutamente insípida y decisiva del objeto de todos sus libros: Japón.
Entre su amplia obra, deja su mayor homenaje a su tierra en el relato histórico La época de Botchan, aunque el exotismo gastronómico de El gourmet solitario hace las delicias más turísticas. La primera recrea en siete volúmenes la vida en Japón a comienzos del siglo XX (era Meiji), en plena apertura del país con Occidente y crisis de identidad cultural por influencia de las nuevas costumbres. Taniguchi decide centrar el conflicto en el novelista japonés Soseki Natsume, que escribe Botchan, tras vivir en Inglaterra.
Sus visiones japonesas lo convierten en uno de los mejores embajadores que ha tenido el país nipón en todos los tiempos. Un fiel representante de aquellas Ukiyo-E, las estampas que dieron a conocer la vida cotidiana de Japón a finales de siglo XIX, como la gran ola de Kanagawa, pintada por Hokusai. La obra que deja Taniguchi ralentiza el tiempo hasta apropiarse de una soledad austera, que se aísla del mundo. No son golosinas exóticas con las que entretenerse, ni grandes hazañas efectistas. Es casi indiferencia por el acontecimiento. La insipidez del paisaje creado por Taniguchi durante cuatro décadas no es un efecto de arte, sino expresión de sabiduría.