Ya no queda música en la televisión española. Permanecen algunos ecos del pasado en forma de epílogo enclenque, de archivo resucitado, troceado y espolvoreado sobre la parrilla como aderezo, pero ya no queda música. La han metido en un baúl y la han arrinconado en un trastero viejo lleno de instrumentos, actuaciones en directo, programas de actualidad, listas de éxitos, documentales, presentaciones de discos y conciertos en acústico cubiertos por varios años de polvo rancio.
De la purga se han salvado los micrófonos. Sobreviven como pueden a la puerta de los castings, en las manos temblorosas de los aspirantes que aguardan su turno en los primeros puestos de la cola. Los micrófonos se han convertido en esas fichas de las atracciones de feria que valen por un intento. Alguien de producción te da uno, avanzas hasta tu sitio, te colocas, pruebas fortuna y, si es tu día de suerte, te llevas a casa el premio.
La música ha dejado de ser una vocación, una pasión, incluso una profesión, para convertirse en un sueño universal emitido en prime time
Eso es todo cuanto queda de la música en televisión. Una oportunidad frente a un jurado. La música ha dejado de ser una vocación, una pasión, incluso una profesión, para convertirse en un sueño universal emitido en prime time. El apartamento en Torremolinos de los concursos del nuevo siglo. Los participantes, todos iguales entre sí y a la vez iguales a los miembros del jurado, han asumido que una carrera en la música comienza por un talent show. Avanzar poco a poco, empezando desde abajo, adquiriendo tablas, formándose, esforzándose, cimentando bien su trayectoria, es algo que ni se plantean.
Y así aparecen en pantalla. Creyendo que dedicarse a la música únicamente tiene que ver con el azar y caerle bien a una audiencia millonaria. Su futuro pasa por plantarse frente a los jueces con la esperanza de que suene la flauta. Sean cuales sean sus aptitudes. Desde una buena voz innata que jamás han considerado necesario educar hasta unos rizos llamativos o una particular forma de mover las caderas al cantar. La meta es ganar el concurso y alcanzar la fama. O al revés. Más allá de ese horizonte sólo puede haber una vida regalada.
Eso es lo que han aprendido de la música viendo la televisión en casa. Que consiste en convencer a alguien para que apriete un pulsador en un plató. Jamás han conocido otra cosa. A excepción de quienes han decidido satisfacer su curiosidad y desarrollar sus propias inquietudes, la mayoría de esos concursantes, casi todos nacidos en los años 90, nunca han encontrado en la televisión otro ejemplo de oferta musical que no sea la basada en la cultura de casting. Dos palabras que chirrían en cuanto las colocas juntas.
Y el motivo es el de siempre. Un buen día, hace veinte años, los directivos se percataron de que los programas de música —de música de verdad, quiero decir— espantaban a las a las asustadizas cuotas de audiencia, así que mandaron a paseo al resto de formatos. De repente, la música había dejado de ser rentable. Ya no vendía. Ya no interesaba. Peor aún: ya no daba dinero. Y las cadenas privadas no habían nacido para hacer televisión por amor al arte.
Por fortuna, para eso estaba Televisión Española. Tal vez los directos, los documentales sobre música o los programas sobre la actualidad de la escena habían dejado de ser productos de consumo masivo, pero la música seguía siendo cultura. Lo dice bien claro en la ley de la radio y la televisión de titularidad estatal, que señala que “están destinadas a satisfacer necesidades de información, cultura, educación y entretenimiento de la sociedad española” en su función de servicio público, incluyendo entre sus deberes “promover el conocimiento de las artes, la ciencia, la historia y la cultura” y haciendo hincapié en “la difusión y conocimiento de las producciones culturales españolas”.
Esa encomienda, recogida en el artículo 3 de la norma, se tradujo en la práctica en un erial. Salvo alguna que otra limosna con forma de programa recopilatorio y algún desastre como “Uno de los nuestros”, todo lo que se ha acercado TVE a la música ha sido para exhibir los procesos de selección de Eurovisión. De nuevo, un ejemplo de obediencia debida al talent show por el que se colaron, aprovechando la grieta, fenómenos como el Chikilicuatre de Buenafuente o el tal John Cobra. Por si no era suficiente el maltrato.
Ahora TVE ha tomado la decisión de devolverle a la música un espacio en su programación. Es el momento. Hay chavales que creen que el pop lo inventó Justin Bieber y que letras contestatarias son las de Maluma. Su Consejo de Administración se ha reunido y ha aceptado que Gestmusic vuelva a producir para la cadena pública el programa con el que hace dieciséis años nació esta nueva forma de ofrecer música en televisión: Operación Triunfo. Otra vez. En Televisión Española. No vaya a ser que en La 1 suene de vez en cuando música en directo y a la juventud le entren ganas de salir a husmear fuera de la caverna.
Y volveremos a ver las largas colas de los castings. Y los micrófonos. Y los nervios ante el jurado. Y las expulsiones. Y todas esas cosas que ya vemos una y otra vez en otros tantos canales como copias de la copia de otra copia. Y de nuevo habrá un ganador. Y habrá cumplido su sueño. Y dejará de ser concursante para, por fin, ser cantante. Directamente desde la tele. Todo un triunfo de operación. Y al año siguiente no se acordarán de él ni los propios jefes de la productora.